Entre la Espada y la Pared

Contra el absolutismo nuclear de Donald Trump

2019-12-14

Poco puede hacerse ya para reducir estos riesgos. Si conseguimos evitar la catástrofe, la...

Joseph Cirincione, El País

Un proceso de destitución es capaz de sacar los peores instintos de un presidente y el mundo podría acabar pagándolo. A medida que se intensificaban las vistas del impeachment, daba la impresión de que un presidente cada vez más errático empezaba finalmente a perder los estribos. “Puedo entrar en mi despacho y coger el teléfono”, dijo a unos legisladores invitados, “y en 25 minutos, 70 millones de personas estarán muertas”.

Estábamos en 1974 y el presidente era Richard Nixon. Y tenía razón. La política estadounidense, entonces y ahora, da al presidente autoridad absoluta para lanzar armas nucleares cuando quiera y por la razón que sea. No hace falta consenso. Nadie más tiene que aprobarlo.

De hecho, ningún otro cargo público tiene siquiera que saberlo. El presidente, por sí solo, puede simplemente pedir el “balón nuclear”, abrir las carpetas de opciones de ataque y transmitir órdenes al Centro de Mando Militar Nacional. Las órdenes serían comunicadas a su vez a los oficiales de control de misiles —donde los misiles balísticos intercontinentales están listos para una alerta “instantánea”— y 30 minutos después tendríamos explosiones nucleares sobre los objetivos.

El presidente Nixon ya había mostrado los peligros de este sistema. A finales de 1973, dio órdenes de poner las fuerzas nucleares de todo el mundo en Defcon 3, el nivel más alto de alerta desde la Crisis de los Misiles de Cuba. Justificó esta medida diciendo que los soviéticos planeaban una intervención en los últimos días de la guerra del Yom Kipur entre Israel y una coalición de países árabes.

No hubo intervención. Pero los misiles podrían haber volado de todas formas; todo dependía de los caprichos de un hombre cada vez más imprevisible con su dedo rondando el botón nuclear.

Nixon nos alertó: nuestro sistema de mando y control nuclear es una locu­ra. Ahora, la era de Donald Trump —tal vez el presidente más volátil de la historia— nos recuerda que aún no hemos abordado ese problema.

Las órdenes erráticas de Nixon formaban parte de un patrón preocupante. A medida que la investigación del Watergate se prolongaba hasta entrado 1974, el grado de alcoholismo y paranoia de Nixon quedaba claro. Temiéndose lo peor, el secretario de Defensa, James Schlesinger, dijo al personal militar de la Casa Blanca que, si Nixon les daba alguna orden, primero debían consultarlo con él o con el secretario de Estado, Henry Kissinger.

Era una manera evidentemente ilegal de eludir la autoridad del presidente. Pero todos deberíamos agradecer que Schlesinger actuase.

¿Quién sería hoy Schlesinger? ¿Quién debería impedir que el actual presidente, como amenazó con hacer Nixon, coja el teléfono e inicie un holocausto nuclear? ¿El secretario de Defensa, Mark Esper, que lleva menos de cinco meses en el cargo? ¿El asesor de Seguridad Nacional, Robert O’Brien, nombrado hace menos de tres meses? ¿El director en funciones de la Inteligencia Nacional, Joseph Maguire, que solo ocupa el cargo desde mediados de agosto?

Muy probablemente, ninguno de ellos. Trump ha destruido el procedimiento en materia de seguridad nacional y a sus responsables. Schlesinger y Kissinger —por mucho que uno disienta de sus políticas— eran profesionales formidables. No quedan guardianes así en este Gobierno.

Es posible que alguien en la cadena de mando prefiriese amotinarse antes que cumplir una orden de lanzamiento. En tal caso, Trump, al igual que Nixon durante su masacre del sábado noche, podría despedir a gente hasta encontrar a alguien dispuesto a acatarla. Si la orden de Trump se produjese en un momento de crisis —tal vez cuando las tensiones con Irán o Corea del Norte se intensificasen hasta convertirse en un conflicto militar—, seguramente no habría la más mínima vacilación.

Los procedimientos adoptados en los temibles años de la Guerra Fría —entre ellos, la utilización por primera vez de armas nucleares en un conflicto convencional, la autoridad exclusiva del presidente para dispararlas y el tener nuestros misiles listos en cuestión de minutos— se combinan ahora para presentar un riesgo inaceptable de desastre nuclear.

Poco puede hacerse ya para reducir estos riesgos. Si conseguimos evitar la catástrofe, la primera tarea del nuevo Gobierno debería ser declarar nuevas directrices nucleares y ajustar los niveles de alerta nuclear.

Legisladores como el presidente del Comité de Servicios Armados de la Cámara de Representantes, Adam Smith, ya han presentado proyectos de ley para impedir que los presidentes actúen por sí solos a la hora de lanzar armas nucleares y convertir en política oficial que Estados Unidos nunca iniciará una guerra nuclear. Estas propuestas proporcionan una base sólida para renovar la doctrina nuclear y evitar, como dijo el presidente John F. Kennedy, que el fino hilo del que pende la espada de Damocles nuclear sea cortado por “accidente, error de cálculo o locura”. Debemos estar preparados para hacer todo lo posible por garantizar que ningún individuo —cuerdo o loco— pueda emprender por su cuenta una guerra nuclear.

El 'impeachment', un castigo inédito

B.G.J.

El impeachment, un mecanismo previsto en la Constitución de EE UU, nunca ha desembocado en la destitución efectiva de ningún presidente. Los que más cerca estuvieron fueron Andrew Johnson (1868) y Bill Clinton (1998). Ambos eran demócratas y a ambos los salvó el Senado, que tiene la última palabra en un proceso que inicia la Cámara de Representantes, donde basta el voto favorable de 218 del total de 435 para activarlo. Una vez en el Senado, es necesario que al menos 67 de los 100 senadores voten a favor de la destitución para que se haga efectiva. El republicano Richard Nixon dimitió antes de que el proceso se votara en la Cámara de Representantes. Esa votación es la que espera ahora a Donald Trump. El Senado, de mayoría republicana, queda un paso más allá. 



JMRS