Entre la Espada y la Pared
A nadie le conviene un nuevo default de Argentina
Por Marcelo J. García
Como una pareja de tango, gobiernos y bonistas se trenzan en pasos frenéticos que parecen improvisados pero siguen una metódica coreografía.
“Acá nadie se salva solo”, ha dicho una y otra vez el presidente argentino Alberto Fernández en las últimas semanas, para fomentar solidaridad ciudadana durante la cuarentena estricta que su gobierno impuso el 20 de marzo para frenar el contagio de la COVID-19.
Pero la frase aplica también a la delicada negociación que enfrenta el país con los tenedores de 66.238 millones de dólares de deuda que el país emitió bajo legislación extranjera. “No estar solo” significa que al menos alguien más también caerá —al menos de manera simbólica— junto al país en un eventual default, el Fondo Monetario Internacional (FMI).
El tiempo apremia: el viernes 8 de mayo pasó la fecha límite para que los bonistas tomen o dejen una oferta que incluye una fuerte quita. El gobierno no informó el nivel de aceptación, que habría sido bajo, y en cambio decretó que la negociación se mantendrá abierta hasta el 22 de mayo. De no haber acuerdo, ese día Argentina podría entrar en el noveno default de su borrascosa historia financiera, ya que vence el plazo de gracia de 30 días desde que omitió pagar aproximadamente 500 millones de dólares.
El país dio un giro de 180 grados en las elecciones de octubre de 2019. El peronista Fernández le ganó al derechista Mauricio Macri, quien se convirtió en el primer presidente sudamericano que compite por su reelección y pierde. Previsiblemente, el nuevo presidente argentino culpó a su antecesor por la incapacidad que ahora tiene el país de pagar deuda e intereses, que según los cálculos oficiales pasó de casi el 53 al 89,4 por ciento del PIB durante el gobierno de Macri.
Al mismo tiempo, el FMI estaba haciendo su propio viraje: Christine Lagarde dejaba su puesto como directora gerente para asumir la presidencia del Banco Central Europeo y era reemplazada por Kristalina Georgieva. Pero el FMI no necesitó abrir una grieta en su propia sucesión para explicar su cambio radical. “Subestimamos un poco” la crisis argentina, había dicho Lagarde en junio de 2019, luego de que su gestión empujara el mayor préstamo a un país en la historia del organismo: 57,000 millones de dólares. Unos meses después, en febrero de 2020, el “nuevo” FMI declaró que la deuda argentina es “insostenible” y dijo que debería haber una negociación y “un aporte significativo” de los acreedores privados.
Todas las miradas se posan ahora en la discusión “bilateral” que Argentina está manteniendo con los acreedores privados. Allí, como una pareja de tango, el baile tradicional de Buenos Aires, gobiernos y bonistas escuchan atentamente el más mínimo movimiento del otro y se trenzan en pasos frenéticos que parecen improvisados pero siguen una metódica coreografía.
Pero para bailar este tango del default hacen falta tres. El gobierno dice que su oferta a los bonistas sigue los criterios de sostenibilidad que fijó el FMI, el tercero en discordia. La propuesta que presentó el ministro de Economía argentino, Martín Guzmán, un discípulo intelectual del Nobel de Economía Joseph Stiglitz, incluye un recorte pequeño del 5,4 por ciento en el capital de los bonos y otro significativo de 62 por ciento en los intereses, además de un período de gracia de tres años. Recién a partir de 2023, el país empezaría a pagar intereses del orden del 0,5-0,6 por ciento y luego la tasa crecería gradualmente en los años siguientes. El FMI no niega que esa hoja de ruta, que ahora tiene que ser ajustada, tenga su bendición.
La alternativa es un nuevo default del que nadie se beneficiaría.
Aunque una parte de la política argentina puede fantasear con que el mundo post-COVID será un lugar benévolo donde reinará la solidaridad y que, entonces, pagar o no pagar sería en última instancia lo mismo, la mayoría de la dirigencia entiende que un nuevo default complicaría aún más al país. Para los acreedores, en tanto, el escenario del litigio en las cortes de Nueva York puede resultar atractivo a la luz de los precedentes pero riesgoso en un mundo donde el largo plazo es incierto. El FMI también tiene mucho que perder, no solo porque Argentina constituye más del 40 por ciento de su propia cartera de deudores, sino porque está en juego algo mucho más intangible: su credibilidad como árbitro de las finanzas globales.
El argumento argentino de que no puede pagar mucho más se encontró con un aliado inesperado: la pandemia de la COVID-19. Por el impacto del freno económico para combatir al virus el equipo económico del gobierno estima que la economía va a caer 6,5 por ciento este año. Argentina, además, entra económicamente maltrecha a la pandemia: este es su tercer año consecutivo de recesión.
En términos políticos, además, la pandemia le ha quitado algo de presión a la negociación de la deuda, que antes del coronavirus era el punto de inflexión que esperaba superar el gobierno de Fernández para empezar a cumplir su mandato central de reactivar la economía.
Ahora que retomar el crecimiento parece una quimera en el corto (y mediano) plazo, el presidente ha reordenado sus prioridades en torno al objetivo éticamente más noble de salvar vidas. El apoyo los argentinos a su decisión, que hasta ahora ha sido contundente, pende de un equilibrio delicado entre el control exitoso de la curva de contagios que logró la cuarentena y el aumento de las dificultades económicas que una cesación de pagos solo potenciaría.
Con la economía mundial en un agujero negro por la pandemia y escasa visibilidad sobre cómo o cuándo volveremos a tener algún tipo de normalidad, gobierno, acreedores y FMI tienen una oportunidad concreta de tomar una variable que sí controlan (sus propios intereses) y ceder algo para ganar mucho: una dosis de previsibilidad en el impredecible contexto actual.
Jamileth