Detrás del Muro
Migración, la moneda de cambio del gobierno chileno
Yasna Mussa, The Washington Post
El gobierno de Sebastián Piñera llegó al Palacio de La Moneda tomando la situación migratoria en Chile como una divisa política. Desde la campaña presidencial, el discurso siempre pareció ser intencionalmente contradictorio: mientras Piñera hablaba de “poner orden en nuestra casa” y relacionaba la migración con la delincuencia y el caos, por otro lado usaba la crisis política y social en Venezuela como una forma de instalar un enemigo común —Maduro, el socialismo, la izquierda— y prometer solidaridad a miles de venezolanos que esperaban ansiosos instalarse dentro de las fronteras chilenas.
Acostumbrado a la performance, Piñera comenzó en 2018 un proceso de regularización migratoria que incluía expulsiones masivas y que se coronó con una imagen que parecía sacada de una escena cinematográfica: una decena de colombianos caminando en fila hacia un avión de la Fuerza Aérea Chilena (FACh), cada uno llevado del brazo por un oficial de la Policía de Investigaciones (PDI), anunciando en mayúsculas que “la meta del gobierno sería expulsar 2,000 inmigrantes”.
Por más de 45 años, Chile ha regulado la migración mediante un Decreto Ley creado en 1975, en contexto de dictadura y donde se buscaba restringir al máximo el ingreso al país, de acuerdo a una lógica de la doctrina de seguridad interior del Estado.
Este decreto será reemplazado por la Ley de Migración y Extranjería, aprobada recién en diciembre de 2020 —estuvo estancada por ocho años en el Congreso— y en espera de ser promulgada por el presidente. Organismos como Amnistía Internacional iniciaron campañas para asegurar que la futura normativa vaya más allá de regular desde la perspectiva de seguridad, pues en las condiciones actuales “desatiende el cumplimiento de las obligaciones más amplias en materia de Derechos Humanos que el mismo Estado ha asumido”. Sin embargo, en diciembre de 2018, Chile se restó del Pacto Mundial para la Migración de la Organización de las Naciones Unidas, generando polémica al argumentar que la migración “no es un derecho humano”.
Las nuevas rutas migratorias de la última década han evidenciado la necesidad de generar políticas coordinadas, sobre todo entre países limítrofes. En febrero de 2019 Piñera privilegió el espectáculo y viajó a Cúcuta, Colombia, para asistir a un acto por Venezuela, donde aseguró que cumplía con “un compromiso moral, de solidaridad” con el pueblo venezolano. Un viaje criticado por el evidente oportunismo político y que fue interpretado como una invitación a miles de personas que vieron en Chile el país que podía acogerlos.
La pandemia por COVID-19 golpeó en todos los aspectos a los grupos más vulnerados entre los que obviamente se encuentran los migrantes. Durmiendo en tiendas de campaña afuera de las embajadas durante el duro invierno de 2020, los migrantes se encontraban abandonados a su suerte esperando alguna solución tanto de sus países como de las autoridades locales. Esta vez, el presidente sugirió que los migrantes eran fuente directa de contagio del virus.
Luego de la crisis política-social y el criticado manejo de la pandemia, el gobierno ha mantenido una débil aprobación ciudadana que se revirtió con el proceso de vacunación que comenzó el 3 de febrero. La campaña sanitaria logró una eficacia transversal, consiguiendo el reconocimiento de todos los sectores, incluso de avezados opositores.
Durante la misma semana, el pequeño poblado de Colchane, ubicado en el altiplano chileno en la frontera con Bolivia, comenzó a recibir una cantidad inusitada de migrantes, provocando una crisis humanitaria a causa del hambre, frío, abandono y la muerte de dos personas, una de nacionalidad venezolana y otra colombiana. Inmediatamente, el gobierno desplegó su maquinaria comunicacional, insistiendo en la idea de “ordenar la casa” y, con la grandilocuencia habitual, anunció que tres ministros se encontraban en la zona para hacer frente a la crisis, pasando por encima de las autoridades locales.
Pero fue Andrés Allamand, ministro de Relaciones Exteriores, quien logró empañar el único acierto del gobierno: en una declaración aseguró que quienes se encontraran en situación irregular en Chile no tendrían derecho a vacunarse.
Las críticas fueron inmediatas por lo que el ministro de Salud, Enrique Paris, tuvo que salir a desmentir la medida, asegurando que la campaña sanitaria contempla a todos los migrantes sin importar su situación administrativa. De todos modos el gobierno no tardó en montar otro triste espectáculo, que una vez más incluiría aviones y a funcionarios de la PDI, en una puesta en escena estigmatizante que es sobre todo un mensaje, pues en ella se ve a decenas de venezolanos y colombianos subiendo al avión de la FACh vestidos en llamativos overoles blancos que los cubren de la cabeza a los pies. Uno de los jóvenes venezolanos que fue obligado a abandonar el país le dijo a la BBC que se “sintió como un delincuente” por el trato recibido por las autoridades chilenas.
La última vuelta de Piñera y su política de expulsión masiva ha estado inundada de críticas. En su defensa solo salieron los movimientos patriotas de ultraderecha que han ido instalando discursos racistas, antimigratorios y que concuerdan con el concepto de orden que Piñera repite una y otra vez. La misma extrema derecha negacionista con la cual el oficialismo creó una alianza para ir en un pacto electoral.
Cada vez más solo, Piñera le ha dado la espalda a quienes prometió un “compromiso moral, de solidaridad”. Terminó por hacer un guiño a la extrema derecha, la única dispuesta a darle puntos por este tipo de políticas, continuando como comenzó: usando a los migrantes como moneda de cambio.
JMRS