Detrás del Muro

La violencia contra los migrantes en México no es para ‘cuidarlos’, como dice López Obrador

2021-09-14

Tras ubicarse en las fotografías, me contaron una versión completamente diferente a...

Alberto Pradilla | The Washington Post

El miércoles 8, un puñado de guatemaltecos y nicaragüenses fueron expulsados de México a través de la frontera de Talismán, en el estado de Chiapas, un remoto paso en el límite con Guatemala. Abandonados en mitad de la noche, pocos querían relatar su historia. Llegaban confundidos y sin saber dónde se encontraban, llamaban a un familiar pidiendo ayuda y se perdían.

Sí lo hizo Fernando Monterroso, un guatemalteco de poco más de 30 años que cargaba con su hijo de uno. Junto a ellos estaban su esposa y otra pareja de amigos con la mujer embarazada. Me contó, decepcionado, que días atrás habían sido detenidos en Cadereyta, Nuevo León, al norte de México. Aquel operativo fue publicitado por el Instituto Nacional de Migración (INM) como el “rescate” de 327 personas (entre ellos 120 menores) que “permanecían hacinados y en condiciones insalubres e infrahumanas”. Cuando les mostré las imágenes que las autoridades difundieron de su captura, los guatemaltecos se mostraron sorprendidos. Tras ubicarse en las fotografías, me contaron una versión completamente diferente a la que ofreció el gobierno mexicano.

“Estábamos esperando a que nos levantasen para ir a Reynosa. De repente, llegó la Policía y nos agarró por sorpresa. Se sintió mal, lloramos todos. Vas buscando el sueño americano y que ellos te lo corten se siente feo”, me dijo.

Según su relato, en aquel lugar había muchas más personas que las 327 que exhibió el INM, pero algunas lograron escapar en cuanto vieron aparecer a los oficiales. Monterroso, preocupado por su hijo, se resignó a ser capturado. Estuvo encerrado durante dos días a pesar de que la ley mexicana prohíbe recluir a menores y luego enviado en un avión a Tapachula, Chiapas, desde donde lo expulsaron a Talismán. No le dieron opción a pedir asilo en México. Tampoco sabe si fue deportado o, simplemente, expulsado sin ninguna garantía. Dice que volverá a repetir ese peligroso trayecto, ya que los polleros (los guías de migrantes) ofrecen paquetes con dos o tres intentos en caso de ser capturados.

Esta historia de Cadereyta fue retomada por el canciller mexicano, Marcelo Ebrard, que dijo en conferencia de prensa que gente como Monterroso había sido “rescatada” de un supuesto secuestro. Lo afirmó en el mismo acto en el que el presidente, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), aseguró que la política de cacería que practica su gobierno es para "cuidar” a los migrantes.

México tiene una clara estrategia mediática para disfrazar su actividad contra los migrantes. A las detenciones las llama “rescates”; a los encierros, “alojamientos”; y a las deportaciones, “retornos asistidos”. Sin embargo, por mucho que el gobierno trate de maquillar sus acciones, hay imágenes que no pueden ser ocultadas.

Durante la última semana hubo varios ejemplos de violencia y todos ellos fueron perpetrados por oficiales mexicanos. Vimos a oficiales tratando de pisar la cabeza de un hombre sometido en el suelo, mujeres desesperadas por haber perdido a su hijo que son forzadas a entrar en una “perrera” (así se conocen popularmente a las camionetas del INM), uniformados que salen a la caza de familias vulnerables al grito de “ya valieron verga” y familias haitianas encerradas como delincuentes. El gobierno mexicano trata de minimizar estas actuaciones y las considera hechos aislados que dice haber sancionado. Estos castigos, que nadie conoce, no parecen haber tenido efecto, pues la actitud violenta de los funcionarios no se detuvo en ningún momento. Para AMLO, atrincherado en una guerra contra la realidad, se trata de una “campaña de desinformación” promovida por sus rivales.

No es la única violencia que los migrantes sufren como consecuencia de las políticas de México, convertido en el guardián de la frontera de Estados Unidos, tanto con el expresidente Donald Trump como con el actual, Joe Biden. El programa “Quédate en México”, que deberá ser reactivado por orden judicial, provocó al menos 1,544 reportes públicos de secuestros y otras agresiones sufridas por solicitantes de asilo en Estados Unidos que fueron devueltos a ciudades peligrosas como Tijuana o Nuevo Laredo. Esta dinámica de violencia contra extranjeros se mantuvo con la aplicación del Título 42, el mecanismo de rechazo-exprés con la excusa del COVID-19 que implementó Trump y perfeccionó Biden: más de 6,300 denuncias desde que el segundo llegó al poder.

El gobierno mexicano conocía de estas denuncias. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) elaboró un informe con decenas de testimonios, pero en lugar de actuar, la institución optó por guardar el documento en el cajón para no perjudicar la estrategia de control migratorio pactada con Washington.

La situación que se registra en Tapachula, la ciudad-cárcel de la frontera sur de México, es también un ejemplo de violencia. Obligados a permanecer durante meses en un lugar del que nunca habían escuchado hablar antes, miles de centroamericanos, haitianos, cubanos y venezolanos languidecen con una sola idea en la cabeza: huir.

Sin trabajo, hacinados en viviendas infrahumanas y sin expectativas de futuro, a las y los migrantes solo les queda agudizar el ingenio o pagar a las redes de trata de personas para poder escapar. El colapso de este municipio es el resumen de todas las políticas de represión contra extranjeros: el establecimiento de un muro formado por la Guardia Nacional y el INM, y la aplicación de un estado de excepción fronterizo que permite el traslado sin control de miles de personas desde el sur de Estados Unidos y el norte de México hasta Guatemala.

Ni a AMLO ni a Ebrard les interesan los derechos humanos de las personas migrantes. Su política de cazar a los más visibles, que vienen en caravanas o tratando de sortear los retenes a pie, empuja al resto a recurrir al tráfico de personas. Es en ese contexto de vulnerabilidad extrema donde ocurren atrocidades como la masacre de Camargo, en la que 16 centroamericanos fueron asesinados.

Hasta las propuestas que México hace a Estados Unidos muestran su desinterés por la protección de migrantes y solicitantes de asilo. El jueves 9, después de una semana marcada por las denuncias contra sus oficiales, el canciller mantuvo una reunión de alto nivel en Washington. Según lo que informó posteriormente, los derechos humanos nunca estuvieron sobre la mesa. El primer objetivo es impedir que familias vulnerables lleguen a la frontera norte y todo vale para conseguirlo.

Además de la militarización, su receta para evitar el flujo desde el sur es expandir los programas sociales a América Central. Se trata de un buen punto de partida pero insuficiente, porque obvia cuestiones fundamentales. Por un lado, la violencia insoportable de una de las zonas más homicidas de América Latina y en la que las pandillas tienen un fuerte control sobre la población. Por el otro, el contexto político de corrupción y vulneraciones a los derechos humanos en los países expulsores. Nayib Bukele va camino de convertirse en un autócrata en El Salvador, Alejandro Giammattei está desmantelando los pocos contrapesos existentes en Guatemala, Juan Orlando Hernández gobierna Honduras pese a los señalamientos en su contra por presunto narcotráfico y Daniel Ortega acaba de lanzar una campaña para detener a opositores antes de las elecciones de noviembre en Nicaragua. Nada de esto importa al gobierno mexicano.

AMLO tuvo la oportunidad de humanizar el tránsito de familias y ofrecerles alternativas, pero optó por convertirse en el oficial más eficiente de la Patrulla Fronteriza estadounidense. Asumiendo que el presidente ha decidido que no hará nada por los migrantes, al menos cabe pedirle que abandone el cinismo: no, pegar a personas vulnerables, encerrarlas y deportarlas sin darles opción a pedir asilo no es algo que se haga “para cuidarlos”.



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