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De las cenizas de la hiperglobalización podría surgir una mejor globalización
Dani Rodrik | Política Exterior
Es necesario lograr un mayor equilibrio entre las prerrogativas del Estado y los requisitos de una economía abierta, en busca de una prosperidad más inclusiva en el interior y mayor paz y seguridad en el exterior.
Hoy día hay consenso en que la era de hiperglobalización posterior a la década de los noventa ha llegado a su fin. La pandemia del Covid-19 y la guerra de Rusia contra Ucrania han relegado los mercados globales a un nivel secundario y, en el mejor de los casos, a un papel de apoyo a los objetivos nacionales, en particular la sanidad pública y la seguridad nacional. Pero todo el debate en torno a la desglobalización no debería cegarnos ante la posibilidad de que la crisis actual pueda, de hecho, producir una mejor globalización.
La realidad es que la hiperglobalización ya estaba en retroceso desde la crisis financiera global de 2007-08. La participación del comercio en el PIB mundial comenzó a declinar después de 2007, cuando la ratio de las exportaciones sobre el PIB de China cayó unos notables 16 puntos porcentuales. Las cadenas de valor globales dejaron de expandirse. Los flujos de capital internacionales nunca recuperaron sus niveles anteriores a 2007. Y en las economías avanzadas los populistas abiertamente hostiles a la globalización se volvieron mucho más influyentes.
La hiperglobalización comenzó a fracturarse por sus propias contradicciones. La primera fue la tensión entre las ganancias derivadas de la especialización y aquellas derivadas de la diversificación productiva. El principio de la ventaja competitiva sostenía que los países debían especializarse en lo que producían bien. Pero una larga línea de pensamiento desarrollista sugería que, en lugar de eso, los gobiernos debían estimular sus economías para producir lo que los países más ricos producían. El resultado fue un conflicto entre las políticas intervencionistas de los países más exitosos, destacando China, y los principios “liberales” consagrados en el sistema de comercio mundial.
«La intersección de hiperglobalización y desarrollismo dio pie a un conflicto entre las políticas intervencionistas de los países más exitosos y los principios ‘liberales’ consagrados en el sistema de comercio mundial»
La segunda tensión es que la hiperglobalización exacerbó los problemas de distribución en muchas economías. El inevitable reverso de las ganancias derivadas del comercio fue la redistribución del ingreso desde perdedores a ganadores. Y, a medida que se profundizaba la globalización, esta redistribución creció cada vez más en relación con las ganancias netas. Los economistas y tecnócratas que menospreciaban la lógica central de sus disciplinas acabaron por socavar la confianza pública en ellas.
En tercer lugar, la hiperglobalización afectó negativamente a la rendición de cuentas de los funcionarios públicos ante sus electorados. Los llamados a reformular las reglas de la globalización recibieron como respuesta que esta es inmutable e irresistible, “el equivalente de una fuerza de la naturaleza, como el viento o el agua”, en palabras del presidente estadounidense Bill Clinton. A quienes cuestionaban el sistema entonces predominante, el primer ministro británico tony Blair les respondía que “sería equivalente a debatir si el otoño viene después del verano”.
Cuarto, la lógica de suma cero de la seguridad nacional y la competencia geopolítica demostró ser incompatible con la lógica de suma positiva de la cooperación económica internacional. Con el ascenso de China a rival geopolítico de Estados Unidos y la invasión rusa de Ucrania, la competencia estratégica se reafirmó por sobre la economía.
Tras el colapso de la hiperglobalización, hay una amplia gama de posibles escenarios para la economía mundial. El peor, que recuerda a la década de los treinta del siglo XX, sería la retirada de países (o grupos de países) hacia la autarquía. Una posibilidad menos mala, pero todavía poco deseable, es que la supremacía de la geopolítica haga que las guerras comerciales y las sanciones económicas se conviertan en rasgos permanentes del comercio y las finanzas internacionales. El primer escenario parece improbable –la economía mundial es más interdependiente que nunca y los costes económicos serían inmensos–, pero no se puede descartar por completo el segundo.
«Un escenario posible de futuro es que la supremacía de la geopolítica haga que las guerras comerciales y las sanciones económicas se conviertan en rasgos permanentes del comercio y las finanzas internacionales»
Sin embargo, también es posible vislumbrar un buen escenario en el que logremos un mejor equilibrio entre las prerrogativas del Estado-nación y las precondiciones de una economía abierta. Un reequilibrio así podría permitir una prosperidad inclusiva en el interior de los países, y paz y seguridad en el exterior.
El primer paso en esa dirección es que las autoridades enmienden el daño infligido a las economías y las sociedades por la hiperglobalización, junto con otras políticas de priorización del mercado. Para ello habrá que resucitar el espíritu de la era de Bretton Woods, cuando la economía global servía a los objetivos económicos y sociales de las naciones, no a la inversa. Bajo la hiperglobalización, las autoridades invirtieron esta lógica, haciendo que la economía global fuera el fin y las sociedades nacionales el medio. La integración internacional llevó entonces a la desintegración interna.
A algunos les podría inquietar que el énfasis en los objetivos socioeconómicos internos afecte negativamente a la apertura económica. En realidad, la prosperidad común hace que las sociedades sean más seguras y más proclives a promover la apertura al mundo. Una lección clave de la teoría económica es que el comercio beneficia a un país como un todo, pero solo si en paralelo tiene lugar un proceso distributivo. Ser abiertos beneficia a los países bien administrados y ordenados. Esta es también la lección del sistema de Bretton Woods, bajo el cual aumentaron significativamente el comercio y la inversión de largo plazo.
Una segunda precondición importante para el buen escenario es que los países no conviertan su legítima búsqueda de seguridad nacional en agresión hacia otros. Es posible que Rusia haya tenido inquietudes razonables acerca de la ampliación de la OTAN, pero su guerra contra Ucrania es una respuesta por completo desproporcionada que posiblemente la deje menos segura y menos próspera a largo plazo.
«Una lección clave de la teoría económica es que el comercio beneficia a un país como un todo, pero solo si en paralelo tiene lugar un proceso distributivo»
Para las grandes potencias, y EU en particular, esto implica reconocer la multipolaridad y abandonar su búsqueda de la supremacía mundial. EU tiende a ver su predominio en los asuntos internacionales como el estado natural de las cosas. Desde este punto de vista, los avances tecnológicos y económicos de China constituyen una amenaza evidente e inherente, por lo que la relación bilateral queda reducida a un juego de suma cero.
Dejando de lado la pregunta de si EU puede realmente evitar el ascenso relativo de China, esta forma de ver las cosas resulta tanto peligrosa como improductiva. Por un lado, exacerba el dilema de la seguridad: es probable que las medidas estadounidenses destinadas a socavar empresas chinas como Huawei hagan que China se sienta amenazada y responda de maneras que validen los temores estadounidenses al expansionismo chino. Una perspectiva de suma cero como esta también dificulta las ganancias comunes de la cooperación en áreas como el cambio climático y la sanidad pública global, al tiempo que asume que necesariamente habrá competencia en muchos otros ámbitos.
En resumen, nuestro mundo del futuro no tiene por qué ser uno en que la geopolítica se imponga a todo lo demás y los países (o bloques regionales) reduzcan sus interacciones económicas. Si ese escenario distópico se hace realidad, no será a causa de fuerzas sistémicas fuera de nuestro control. Como con la hiperglobalización, será porque no supimos tomar las decisiones correctas.
Jamileth