Cultura

‘¡Que viva México!’, una fábula ácida de una sociedad polarizada

2022-12-23

Ya lo dijo León Tolstói en Ana Karenina y esta película lo parafrasea: Todas...

Luis Estrada | The Washington Post

Decía Octavio Paz en su fundamental y seminal obra sobre nuestra idiosincrasia, El laberinto de la soledad, que la vida del mexicano transcurre entre la posibilidad de chingar y ser chingado (jerga mexicana que puede ser sinónimo de “joder”). Y nunca, como en estos aciagos tiempos que vivimos, su reflexión había tenido más vigencia y relevancia. Hoy, el rico se quiere chingar al pobre, y viceversa. Los hombres se quieren chingar a las mujeres, y viceversa. Los mestizos se quieren chingar a los blancos, y viceversa. Pareciera que todos nos queremos chingar los unos a los otros. ¡Ah qué la chingada! ¡Cuánta chingadera!

Pero si a Paz le hubiera tocado vivir en nuestro tiempo, tal vez nunca habría agotado su lista de confrontaciones, pues tendría que haber incluido las otras guerras del México contemporáneo: entre liberales y conservadores; los supuestos “buenos” y “malos”; “la mafia del poder” y “el pueblo bueno”; los pueblos originarios y los invasores; “chairos” y “fifís”, los de arriba y los de abajo. Una guerra donde los que no están conmigo, están contra mí. Un México convertido en el país de las mil y una guerras.

Porque aquí, desafortunadamente, llevamos años, si no es que siglos, viviendo una confrontación tras otra.

En este contexto nace la película ¡Que viva México! (disponible en cines el 23 de marzo de 2023), una ácida fábula social y una venenosa sátira política; un esperpento con mucho humor negro que, como un espejo desalmado, nos muestra y retrata a todos, pero no en un tono realista o naturalista, sino con la distorsión que dan la parodia, la farsa, el realismo mágico y la caricatura. Porque qué terrible sería que el mundo y el país que retrata, existieran verdad: un lugar sin nadie que se salve o se redima, donde sea difícil adivinar quién es peor, si el envidioso, el avaro, el corrupto, el chantajista, el traidor, el ratero, el cómplice o el asesino... O peor aún, el pariente o el vecino.

¡Que viva México! es un mural con decenas de personajes deliberadamente estereotipados, donde cada uno representa algo más que a sí mismo; pretende convertirse en un microcosmos, una alegoría o metáfora de todo un país en el que estén cuestionados nuestros valores y anhelos, nuestras nobles instituciones y grandes íconos culturales, pero también, la música popular, la sabrosa comida y el gastado folclor; todo enmarcado en ese pequeño infierno personal al que todas y todos pertenecemos y que, para bien o para mal, tenemos y padecemos: la familia. Ya lo dijo León Tolstói en Ana Karenina y esta película lo parafrasea: Todas las familias felices (si es que existen) se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz, lo es a su propia manera.

Hoy, las familias y la sociedad en general hemos encontrado nuevos canales para ser infelices o desgraciados. Ampliamos esta realidad con la complicidad de las redes sociales y las nuevas tecnologías, que han agravado hasta el hartazgo los enfrentamientos añejos. Vivimos tiempos de intolerancia, polarización y racismo, tiempos, insisto, del que no está conmigo, está contra mí. En México lo escuchamos a diario (aunque irónicamente creímos que desde las elecciones de 2018 nos libraríamos de esto).

No puede dejar de sorprendernos, y sobre todo preocuparnos, que la llegada de la tan anhelada transición a la democracia, en lugar de ayudarnos a entendernos mejor, haya exacerbado nuestras diferencias y generado más odios y rencores entre nosotros.

Por ningún motivo se puede justificar esta intolerancia, pero en un país en el que las tremendas desigualdades sociales, la brutal e injusta distribución de la riqueza, la corrupción generalizada, la impunidad rampante y, sobre todo, el clasismo, el machismo y el racismo renovados se han enquistado como parte de nuestras vidas. Tampoco es de sorprender que nos veamos más como enemigos y rivales, que como compañeros de viaje en el mismo barco.

Para bien o para mal, o más bien para muy mal, este universo de confrontaciones no es privativo de México. Hoy el mundo vuelve a convulsionarse a diestra y siniestra, y el péndulo de la historia pareciera volver encender las praderas reclamando mayor igualdad y justica social, a la par que florecen preocupantes signos de intolerancia y hartazgo en regímenes plagados de populismo y neofascismo por doquier.

Pero a estos tiempos de sectarismo e intransigencia globales, como a casi todo, en México le hemos dado nuestro sello particular. Así como hablé de la obra de Paz, este fenómeno lo han descrito Carlos Monsiváis, Roger Bartra y Alfonso Reyes, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco, Bruno Traven y Jorge Ibargüengoitia; o en la pintura, en la que la mexicanidad y el nacionalismo fueron siempre temas fundamentales de Rivera, Orozco y Siqueiros y, recientemente, Daniel Lezama.

Pero, para el cine mexicano esa idiosincrasia ha permanecido más como tabú. A excepción de notables ejemplos como los de Luis Buñuel con Los olvidados y El ángel exterminador, Luis Alcoriza con Mecánica nacional, o Juan Ibáñez con Los caifanes, pareciera que en nuestra cinematografía, cuando rara vez abordamos el tema de nuestra idiosincrasia, hemos preferido retratarnos como pobres, pero honrados; jodidos, pero contentos; borrachos, pero cariñosos; feos, pero no tanto; corruptos, pero nomás poquito; racistas, pero de buenos sentimientos.

Retratarnos sí, pero siempre con un dejo de condescendencia, paternalismo y autocomplacencia.

¡Que viva México! juega en el otro sentido. Es una película muy ambiciosa. No solo por su temática, su duración de 189 minutos, su numeroso reparto o sus valores de producción, sino por lo complicado y laborioso que fue reproducir dos mundos opuestos y enfrentados. Uno casi monocromático se ha quedado detenido en el tiempo y nos ubica imaginariamente a mediados del siglo XX, el cual representa nuestra historia, atavismos y tradiciones. Otro muy brillante y colorido: el moderno, desarrollado y aspiracional, ese México de los clasistas y arrogantes “fifís”.

Pero tal vez lo más interesante que puede surgir de ¡Que viva México! es ¿qué reacción tendrán sus espectadores (actores de la vida pública y clase política)? ¿Sentirán sus vidas reflejadas en los personajes? ¿Qué pensará esa audiencia —que tiene como ley la corrección política— de que los “héroes” aquí son retratados como clasistas, racistas, misóginos, avaros, intolerantes, machistas, homofóbicos, arribistas y corruptos?

Si como país por fin logramos consolidar un nuevo régimen que se presume democrático y progresista, la tolerancia a la crítica y el respeto irrestricto a la libertad de expresión debieran ser el sello. En ese sentido, la película representa un gran reto y una provocación a esa tolerancia.

Para ir probándola, ya por último, y por no dejar, les digo: ¡Que viva México, cabrones!
 



aranza
Utilidades Para Usted de El Periódico de México