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“Rusia esparcirá sus errores por el mundo”: Comunismo, la Tercera Revolución 

2024-02-15

Bajo la bandera del progreso, avanza la hidra revolucionaria

Por | Arautos do Evangelho

Habiendo abolido las desigualdades eclesiásticas y aristocráticas, el proceso revolucionario pretendía, en su tercera fase, derribar lo que quedaba en el campo social y económico. Y sus consecuencias todavía se sienten en todo el orbe.

Los albores del siglo XIX encuentran a la humanidad aturdida por el hálito mórbido de la Revolución francesa, que la hizo sumirse en el binomio miedo-simpatía: miedo por el terror impuesto por la virulencia de los revolucionarios contra cualquier obstáculo que se interpusiera en su camino y simpatía por el aliento de libertad, proclamada como principio absoluto «para justificar el libre curso de las peores pasiones y de los errores más funestos».1

Su brisa mefítica sigue soplando.

Ahora, no obstante, bajo las apariencias del buen aire del progreso traído por la Revolución Industrial, precursora de un futuro que acabará con el sufrimiento, en el cual «el hombre habrá superado el mal a través de la ciencia y habrá transformado la tierra en un “cielo” técnicamente delicioso»,2 viendo cumplidos las veleidades de su corazón cada vez más alejado de la eternidad.

Bajo la bandera del progreso, avanza la hidra revolucionaria

El ansia por el disfrute de la vida y los placeres, característica del espíritu burgués que impregnaba la sociedad, sobre todo con el ascenso deslumbrante de numerosos nuevos ricos y otros tipos de oportunistas, había dañado gravemente la «superficie» de las almas, permitiendo que la Revolución avanzara célere hasta alcanzar su núcleo. Deslumbradas con el desarrollo tecnológico, embriagadas con las innovaciones mecánicas y la producción industrial que estaban dándole al hombre «posibilidades que otrora deseaba y no podía conseguir, porque eran más o menos propias a un milagro»,3 las masas se engañaban con la utopía forjada bajo la bandera de progreso.

Como observa el Dr. Plinio, no dejó de haber teóricos que sostuvieran que «las utopías son necesarias y el hombre no vive sin ellas, aunque sepa que son utopías; de ahí, por ejemplo, la concepción del Cielo, dicen. La utopía, sin embargo, es engendrada por una tendencia mórbida: puesto que no acepta la verdad religiosa, engendra entonces la idea de que el Cielo es el paraíso de unas tantas tendencias que busca realizar en esta vida. Y el mundo que la Revolución Industrial propuso es una utopía que intentó hacer realidad».4

No obstante, la modernidad no quería darse cuenta de que se estaba montado un inmenso escenario para la nueva ofensiva de la Revolución en su tercer gran acontecimiento: «El orgullo, enemigo de toda superioridad, embestiría contra la última desigualdad, es decir, la de fortunas».5 El comunismo estaba siendo urdido como demagógico defensor de la clase obrera, un producto artificial del desarrollo industrial, el cual había arrancado verdaderas multitudes de la preservación de sus orígenes generalmente rurales y las había arrojado a los alrededores de las fábricas de las grandes ciudades.

Para este paso, se fomentaría entre el proletariado el espíritu igualitario y de rebeldía, liberal y ateo, trasladando al campo social y económico las máximas de falsa justicia y libertad propagadas en revoluciones anteriores. De esta manera, la hidra revolucionaria avanzaba, haciendo que sus siniestras cabezas penetraran en todos los ámbitos de la sociedad y engullendo lo que aún quedaba de la civilización cristiana.

Pródigo en la elaboración de metáforas, el Dr. Plinio compara la acción revolucionaria a un incendio que se propaga en un bosque. No son «mil incendios autónomos y paralelos, de mil árboles vecinos unos de otros», explica, sino un hecho único, que engloba en «una realidad total los mil incendios parciales, por muy diferentes que sean cada uno de ellos en sus accidentes».6 Esto fue lo que ocurrió con la eclosión de los episodios precomunistas que emergían del mundo post Revolución francesa, en un claro proceso de disgregación moral.

Caldo de cultivo preparatorio

Estos episodios accidentales no constituían más que el fenómeno de «combustión forestal», que estableció el caldo de cultivo preparatorio para la explosión comunista. «De la Revolución francesa nació el movimiento comunista de Babeuf. Y más tarde, del espíritu cada vez más vivo de la Revolución, surgieron las escuelas del comunismo utópico del siglo xix y el llamado comunismo científico de Marx».7

Como se ha dicho en el artículo anterior, François Noël Babeuf, periodista ateo francés, actuó en la Revolución francesa como jacobino y defendía ideas de igualitarismo radical. Fundó la Conspiración de los Iguales en 1795, cuyo objetivo era mantener los ideales revolucionarios y garantizar la colectivización de tierras y propiedades. Aún no estaban en boga los términos anarquismo o comunismo, pero posteriormente se utilizaron para definir el distintivo de su movimiento, considerado el primer «partido comunista de la historia y precursor de los levantamientos proletarios que pulularían menos de un siglo después.

Sus ideas inspiraron el llamado socialismo utópico, cuyos pensadores más exponenciales fueron Saint-Simon, Charles Fourier y Robert Owen. Friedrich Engels rechazaría esta concepción, pues no apuntaba a la lucha política y rebelde del proletariado. Sin embargo, reconocía su importancia, porque presentaba alternativas comunistas para la sociedad industrial, al criticar la situación de la clase trabajadora y alimentar el mencionado deseo de las utopías.

En efecto, el objetivo de la Revolución era «incendiar el bosque» entero: «Un mundo en cuyo seno las patrias unificadas en una República universal no sean sino denominaciones geográficas, un mundo sin desigualdades sociales ni económicas, dirigido por la ciencia y la tecnología, por la propaganda y la psicología, para alcanzar, sin lo sobrenatural, la felicidad definitiva del hombre: he aquí la utopía hacia la cual la Revolución nos va conduciendo».8

El comunismo muestra su rostro

No obstante, el llamado comunismo científico de Karl Marx, con la colaboración del propio Engels, fue el que propuso prácticas concretas de lucha de clases, estableciendo la burguesía —¡antaño la vanguardia revolucionaria!— como la nueva clase opresora de los trabajadores. Por desgracia…, así es como la Revolución premia y devora a sus propios mentores.

Ése fue el sentido del Manifiesto comunista de 1848, representativo del programa y los propósitos de la Liga de los Comunistas: concienciaba al proletariado de la necesidad de sublevarse contra la propiedad privada de los medios de producción y lo animaba a luchar por una nueva sociedad organización social.

La primera toma del poder obrero de carácter socialista en los tiempos modernos fue la Comuna de París, en 1871, con motivo de la derrota francesa en la guerra franco-prusiana. Ese gobierno proletario y ateo, que duró tan sólo setenta y dos días y fue fuertemente reprimido por Adolphe Thiers, presidente de la república gala, trazó el paradigma para futuras experiencias revolucionarias, como la Revolución rusa de 1917 y la Revolución china de 1949.

Sin embargo, en ese período histórico la influencia de tales ideas afectaría en profundidad únicamente a los teóricos del comunismo, porque, en realidad, «las multitudes ignoran el llamado comunismo científico, y no es la doctrina de Marx la que atrae a las masas».

Al analizar históricamente a la opinión pública, muestra que la Revolución había cambiado de tal modo las mentalidades que incluso quienes se oponían a las ideas comunistas lo hacían con cierta vergüenza, permitiendo su avance. Este estado de espíritu procedía «de la idea, más o menos consciente, de que toda desigualdad es una injusticia, y que se debe acabar no sólo con las grandes fortunas sino también con las medianas, porque si no hubiera ricos tampoco habría pobres».9 Ése era el ideal revolucionario.

Dos caras: de una moneda y de una medalla

Todo este proceso revela una marcha en dos carriles: por una parte, el avance industrial, que generaba una clase obrera explotada por un capitalismo salvaje y sin escrúpulos con relación a la dignidad humana, opuesto a la enseñanza católica; por otra, los defensores del proletariado oprimido, con la lucha de clases. Eran dos caras de una misma moneda: el avance de la Revolución.

La Iglesia no asistía pasiva e indiferente a estas transformaciones radicales en la sociedad. Celosa por los fieles, su preocupación, llena de caridad cristiana, se dejó sentir en los innumerables documentos que constituyen lo que conocemos como la doctrina social de la Iglesia. Por cierto, no es descabellado señalar que los grandes avances legislativos en materia de verdadera justicia social partieron, no pocas veces, de iniciativas políticas católicas.

De los Papas de la época emanaron enseñanzas también en dos carriles: uno, en defensa de los trabajadores; otro, condenando los errores de las doctrinas comunistas que se presentaban como salida a lo que llamaban, desde entonces, «injusticias sociales», estribillo utilizado por los revolucionarios para captar simpatías incluso de los círculos católicos.

Podemos citar, como ejemplo, las encíclicas Rerum novarum y Quod apostolici muneris, de León XIII, la encíclica Nostis et nobiscum, del Beato Pío IX, el motu proprio Fin dalla prima nostra, de San Pío X, y la encíclica Ad beatissimi apostolorum, de Benedicto XV. Eran las dos caras de una misma medalla: el deseo de salvación de las almas, mediante la protección del bien o la coerción del mal.

«Tales actos pontificios pretendían, por un lado, cohibir la fuga de católicos hacia las filas del comunismo. Pero también la infiltración de comunistas en los círculos católicos, con el pretexto de una colaboración entre unos y otros para resolver ciertos problemas socioeconómicos».10

Oposición a la doctrina católica

En 1917, poco antes del estallido de la Revolución comunista que derrocó al zarismo en Rusia, la Virgen advertía en Fátima que esta nación esparciría «sus errores por el mundo, promoviendo guerras y persecuciones a la Iglesia».11 De hecho, el bolchevismo ruso marcó un hito y dio más fuerza al movimiento, que conquistó gran parte de las naciones del orbe, precisamente a través de guerras y persecuciones a los católicos.

Estos errores a los que se refería la Madre del Salvador fueron condenados enérgicamente por el magisterio sagrado: «El comunismo bolchevique y ateo, que pretende derrumbar radicalmente el orden social y socavar los fundamentos mismos de la civilización cristiana […] es intrínsecamente perverso, y no se puede admitir que colaboren con el comunismo, en terreno alguno, los que quieren salvar de la ruina la civilización cristiana. […] En las naciones en que el comunismo logre penetrar, tanto mayor será la devastación que en ellas ejercerá el odio del ateísmo comunista»;12 «El comunismo es materialista y anticristiano; y sus líderes, aunque de palabra digan algunas veces que no combaten la religión, sin embargo, en sus obras, tanto con la doctrina como con la acción, de hecho, se muestran contrarios a Dios, a la religión verdadera y a la Iglesia de Jesucristo».13

Sus principios, por sí mismos, violan los mandamientos de la ley de Dios en cuanto a los deberes religiosos, a la constitución de la familia y al derecho a la propiedad privada y, por lo tanto, son contrarios a la doctrina católica, independientemente de una supuesta colaboración con la jerarquía católica en función de las conveniencias de tiempo y lugar, como denunció el Dr. Plinio con tino profético en su comentadísima obra La libertad de la Iglesia en el Estado comunista.

Severas son las palabras de los Papas respecto a los comunistas y sus adeptos: «Confían poder utilizar sus fuerzas para atacar cualquier régimen de autoridad superior, para robar, dilapidar e invadir las propiedades, primero de la Iglesia, después de todos los particulares, para violar en fin todos los derechos divinos y humanos, destruir el culto de Dios y abolir todo orden en la sociedad civil. […] Ahora bien, si los fieles, menospreciando los paternales avisos de sus pastores y los preceptos de la ley cristiana que acabamos de recordar, se dejasen engañar por los jefes de esas modernas maquinaciones, y quisiesen conspirar con ellos en sus perversos sistemas del socialismo y comunismo, sepan y ponderen seriamente, que están acumulando para sí ante el divino Juez tesoros de ira para el día de la venganza; que entre tanto no conseguirán con esa cooperación ninguna utilidad temporal para el pueblo, sino que más bien aumentarán su miseria y padecimientos».14

Disfrazados de corderos, los lobos comunistas se presentaban a menudo como socialistas cristianos, habiendo sido denunciados intransigentemente: «Aunque los socialistas, abusando del mismo Evangelio para engañar a los incautos, acostumbran a forzarlo según sus intenciones, hay tan grande diferencia entre sus perversas opiniones y la purísima doctrina de Cristo, que no se puede imaginar una mayor».15 Esto porque «cuantos se glorían en llamarse cristianos, ya se consideren individualmente, ya se miren reunidos en corporación, si tienen presentes sus deberes, lejos de excitar envidias y enemistades entre las diversas clases de la sociedad, están obligados a fomentar entre las mismas la paz y la caridad mutua».16

En síntesis, «considérese como doctrina, como hecho histórico o como “acción” social, el socialismo, si sigue siendo verdadero socialismo, aun después de haber cedido a la verdad y a la justicia en los puntos indicados, es incompatible con los dogmas de la Iglesia Católica, puesto que concibe la sociedad de una manera sumamente opuesta a la verdad cristiana. […] Aun cuando el socialismo, como todos los errores, tiene en sí algo de verdadero (cosa que jamás han negado los sumos pontífices), se funda sobre una doctrina de la sociedad humana propia suya, opuesta al verdadero cristianismo. Socialismo religioso, socialismo cristiano, implican términos contradictorios: nadie puede ser a la vez buen católico y verdadero socialista».17

Consecuencias nefastas

Nefastas fueron las consecuencias de la enorme transformación que sufrió el mundo civilizado con el comunismo, denominado por el entonces cardenal Ratzinger como «vergüenza de nuestro tiempo»: «Millones de nuestros contemporáneos aspiran legítimamente a recuperar las libertades fundamentales de las que han sido privados por regímenes totalitarios y ateos que se han apoderado del poder por caminos revolucionarios y violentos, precisamente en nombre de la liberación del pueblo. No se puede ignorar esta vergüenza de nuestro tiempo: pretendiendo aportar la libertad se mantiene a naciones enteras en condiciones de esclavitud indignas del hombre».18

Con el desmoronamiento de la última de las desigualdades de la sociedad, el comunismo abría paso a una nueva fase de la Revolución, que, más que nunca, tenía prisas por alcanzar sus objetivos finales, generando un tipo humano diferente al antiguo occidental cristiano, como bien lo describió el Dr. Plinio en su obra maestra:

«Y así, ebrio de sueños de República universal, de supresión de toda autoridad eclesiástica o civil, de abolición de cualquier Iglesia y, tras una dictadura obrera de transición, también del propio Estado, he ahí el neobárbaro del siglo xx, producto más reciente y más extremo del proceso revolucionario».1

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1 Revolución y Contra Revolución (RCR), P. I, c. 7, 3, B.

2 Ídem, c. 11, 3.

3 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Charla. São Paulo, 5/1/1986.

4 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Charla. São Paulo, 22/8/1986.

5 RCR, P. I, c. 3, 5, D.

6 Ídem, c. 3, 2.

7 Ídem, 5, D.

8 Ídem, c. 11, 3.

9 Ídem, P. II, c. 11, 1, B.

10 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. «Comunismo e anticomunismo na orla da última década deste milenio». In: Catolicismo. São Paulo. Año XL. N.º 471 (mar, 1990); p. 12.

11 SOR LUCÍA. Memorias I. 13.ª ed. Fátima: Secretariado dos Pastorinhos, 2007, p. 177.

12 PÍO XI. Divini Redemptoris, n.º 3; 60.

13 SAGRADA CONGREGACIÓN DEL SANTO OFICIO. Decreto contra el comunismo: AAS 41 (1949), 334.

14 BEATO PÍO IX. Nostis et nobiscum.

15 LEÓN XIII. Quod apostolici muneris.

16 SAN PÍO X. Singulari quadam.

17 PÍO XI. Quadragesimo anno.

18 SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE. Instrucción sobre algunos aspectos de la “teología de la liberación”, c. XI, n.º 10.

19 RCR, P. I, c. 3, 5, D.

 



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