Derechos Humanos

Cómo se degrada la humanidad en centros de detención sirios

2011-06-04

Mi reporte desde Derá, donde las protestas contra el presidente Bashar al-Assad estallaron...

 Suleiman al-Khalidi. Reuters

Amán. - El joven estaba colgado cabeza abajo, pálido, con espuma de saliva saliéndole de la boca. Sus quejidos sonaban más bestiales que humanos.

Esa fue una de las tantas imágenes fugaces de degradación humana de las que fui testigo durante cuatro días como renuente invitado de la inteligencia siria, cuando estuve detenido en Damasco tras informar sobre las protestas en la ciudad de Derá, en el sur del país.

A los pocos minutos de ser arrestado estaba dentro de un edificio de los servicios de inteligencia que son conocidos, al igual que en el resto del mundo árabe, simplemente como los "Mukhabarat".

Todavía estaba en el corazón de la bulliciosa Damasco, pero había sido transportado a un macabro mundo paralelo de oscuridad, golpizas e intimidación.

Atisbé al hombre que colgaba de sus pies mientras uno de los carceleros me escoltaba a la sala donde iba a ser interrogado.

"Mire hacia abajo", me dijo el carcelero cuando observé la escena.

Dentro de una sala de interrogatorios, me hicieron arrodillar y me pusieron lo que pude percibir que era un neumático de auto sobre mis brazos.

Mi reporte desde Derá, donde las protestas contra el presidente Bashar al-Assad estallaron en marzo, aparentemente no había inspirado el cariño de parte de mis huéspedes, quienes me acusaban de ser un espía.

La razón formal que las autoridades le dieron a Reuters por mi detención fue que yo no tenía el permiso laboral adecuado.

El hecho de que yo fuera un periodista establecido que trabajaba para Reuters y llevara a cabo mi labor profesional no era un argumento para estos hombres, cuyo sustento depende de quebrantar la dignidad humana.

"Entonces, ¡barato agente estadounidense!" dijo el interrogador. "Has venido a informar sobre la destrucción y el caos. Animal, has venido a insultar a Siria, perro", agregó.

Desde afuera de la habitación podía escuchar el ruido de cadenas y llantos de histeria que resuenan en mi mente hasta el día de hoy. Mis interrogadores trabajaron profesional e infatigablemente para mantenerme al límite en cada paso del proceso de interrogación durante varios días.

"Cállate, bastardo. Tú y las personas como tú son buitres que quieren convertir a Siria en otro Libia", dijo otro de los interrogadores, quien gritaba: "¡Confiesa, mentiroso!".

Arresto en la calle

El 18 de marzo, cuando comenzó el caos en Derá, crucé la frontera desde Jordania, donde había reportado para Reuters durante casi dos décadas.

Pasé la mayor parte de los siguientes 10 días transmitiendo desde esa ciudad. Inspiradas en la caída de dictadores árabes en Túnez y Egipto, las protestas rápidamente escalaron para convertirse en un serio desafío para los 40 años de Gobierno de la familia Assad.

El 29 de marzo me arrestaron en Damasco cuando iba a encontrarme con alguien en un antiguo distrito de la capital. Dos agentes de seguridad vestidos de civil se me acercaron y me dijeron que no ofreciera resistencia tomándome por los brazos. Luego me introdujeron en una peluquería hasta que un auto blanco vino a llevarme a Mukhabarat.

Los que me interrogaban mostraron un particular interés en dos aspectos de mis informes: que había escrito sobre ver a manifestantes quemar imágenes del difunto presidente Hafez al-Assad, padre del actual jefe del Gobierno; y que escuché cánticos que atacaban a Maher al-Assad, hermano de Bashar y comandante de la Guardia Republicana.

Sentí que, como yo era un periodista extranjero, mis huéspedes querían darme una demostración de los métodos que usan sobre los sirios. Para prepararme para lo que podía esperarme y salvarme del quiebre total, traté de fijar mi mente en viejos recuerdos de mi infancia.

Estos juegos mentales me ayudaron a no pensar en mis pequeños mellizos y mi esposa, quienes no tenían forma de saber dónde estaba, y ni siquiera si estaba vivo.

En el primer día de detención mi interrogatorio duró ocho horas. Durante la mayor parte del tiempo tuve los ojos tapados, pero me quitaron la venda unos pocos minutos.

Eso me permitió -pese a las órdenes de mantener agachada la cabeza para que mis interrogadores permanecieran fuera de mi campo visual- ver un hombre encapuchado gritando de dolor.

Cuando le dijeron que se bajara los pantalones, pude ver sus genitales hinchados y atados con un cable de plástico.

"No tengo nada que decir, pero no soy ni traidor ni activista. Sólo soy un comerciante", balbuceó el hombre, quien dijo ser de la noroccidental provincia de Idlib.

Me horroricé cuando un hombre enmascarado tomó un par de cables de un enchufe doméstico y le propinó descargas eléctricas en la cabeza.

Por momentos, mis interrogadores eran encantadores, pero rápidamente pasaban a su modalidad despiadada, lo que parecía ser una actuación orquestada para desgastarme.

"Haremos que te olvides quién eres", me amenazó uno de ellos cuando me golpeó la cara por sexta vez, aunque no logré definir con qué.

Durante mi detención recibí latigazos dos veces en los hombros, lo que me dejó heridas que duraron una semana. Pese a eso, la humanidad aparecía en los momentos menos pensados.

En un momento, la persona que me gritaba que era un perro (un insulto muy fuerte para los árabes) recibió un llamado en su teléfono celular. Su tono se volvió afectuoso de inmediato: "Por supuesto, cariño, te compraré lo que quieras", dijo el hombre, pasando de torturador profesional a padre indulgente.

Los ocasionales gritos me recordaban dónde estaba y qué podría ocurrir. Estando incomunicado, mis guardiacárceles me daban un trozo de pan o una papa y un tomate dos veces al día.

Pensé en los miles de personas en prisiones sirias, y en cómo soportaban estar incomunicados y ser constantemente degradados, muchas veces durante décadas. Pensé en el significado de la libertad, para los sirios y los árabes que vivían bajo Gobiernos autocráticos por toda la región.

Expulsado

Al cuarto día de mi detención, mis huéspedes vinieron a trasladarme, subiéndome a un auto que me llevó a lo que resultó ser los cuarteles centrales de inteligencia en Damasco.

Era un complejo enorme, con cientos de hombres de seguridad de civil en el jardín exterior con rostros adustos.

"Registren cada centímetro de él", dijo un hombre, mientras otros me arrastraban hacia el subsuelo. Pasé dos horas en una celda, en la que reflexioné sobre cómo podría tolerar el encierro en los próximos meses.

Luego fui llevado a una habitación cercana. Para mi desconcierto, un hombre sofisticado con aire de autoridad me dijo: "Lo vamos a enviar de vuelta a Jordania".

Más tarde me di cuenta, al ver fotos en la prensa, de que este sujeto era el mayor general Ali Mamluk, director de la Seguridad Estatal Siria, un hombre cuyos subordinados mantienen a miles de sirios en cárceles similares por todo el país.

Dijo que mi reporte sobre Derá había sido inexacto y que había perjudicado la imagen de Siria.

En pocas horas crucé la frontera y volví a casa, donde me enteré que la familia real de Jordania había intercedido por mi liberación. Otros periodistas de Reuters fueron expulsados, algunos tras ser detenidos, y ahora Siria está efectivamente cerrada para la mayoría de los medios internacionales.

Dos meses más tarde, el tiempo me ha ayudado a absorber el impacto de esos cuatro días, al punto que ahora puedo poner las experiencias por escrito. Pero me acecha el costo humano de los levantamientos árabes para quienes buscan el tipo de libertades que otros en otras partes del mundo dan por sentado.



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