Editorial

Falsas esperanzas en la lucha contra el delito

2013-04-10

La delincuencia en Latinoamérica causa desajustes profundos en la escala de valores de...

Juan Jesús Aznarez

La promesa electoral de reducir la delincuencia a la mitad es una de las mentiras más frecuentemente escuchadas entre los candidatos a cargos públicos de naciones latinoamericanas con índices de criminalidad por las nubes. El compromiso es embustero porque la ambición política siempre tiene prisa y la erradicación de la inseguridad ciudadana solo es posible con cuantiosas inversiones en educación y creación de empleo a largo plazo. Los asesinatos, secuestros, extorsiones, pandillerismo y narcotráfico padecidos por México, Venezuela, Colombia, Brasil, Perú, Argentina y Centroamérica son males de vieja data, angustian a la población decente, frenan la inversión extranjera y pervierten el juicio moral hasta extremos alarmantes.

La delincuencia en Latinoamérica causa desajustes profundos en la escala de valores de víctimas y victimarios, y responde a causas estructurales, tan variadas y complejas, que los candidatos a presidencias o escaños parlamentarios no van más allá de prometer su derrota y de disparar amaños estadísticos contra el contrario. La desconfianza en la justicia es tal que apenas se denuncia el 20% de los delitos cometidos. Una impunidad que puede rondar el 70%, el 80% y hasta el 90% explicaría esa apatía ciudadanía. La depuración de los cuerpos policiales tuvo en ocasiones efectos perversos: los uniformados expulsados formaron bandas u ofrecieron sus cualificados servicios al hampa. Pese a los avances de algunas administraciones, el fenómeno es casi endémico en buena parte del continente porque las bandas reclutan cómodamente en favelas, ranchos y villas miseria, auténticos bolsones de pobreza, analfabetismo y desestructuración familiar. Aunque en tendencia decreciente, cerca de 168 millones de latinoamericanos todavía vivían en la pobreza en el 2012, y cientos de miles llegaron a la adolescencia a su aire, con los padres lejos, en la inmigración o en la irresponsabilidad.

El fatalismo social, la resignación, son desesperantes, pese a que en la clasificación de preocupaciones la violencia precede o se empareja con el desempleo en la mayoría de los países. Pese al generalizado desaliento, cuesta trabajo identificar un partido gobernante que haya perdido el poder por su fracaso en la lucha contra el delito, y esa inmunidad política es perniciosa. La virulencia de la plaga aterra en naciones pequeñas como Honduras y El Salvador, que registran los peores índices de América Latina, pero es más peliagudo analizar el agravamiento de la epidemia en Venezuela, donde el número de asesinatos se ha quintuplicado en los 14 años de régimen bolivariano. Las millonarias inversiones del fallecido Hugo Chávez entre las familias históricamente marginadas, y el incremento de los ingresos de los hogares mendicantes no han impedido que los ‘ranchos' sean todavía caladero de delincuentes.

La sucesión de gobiernos fracasados o incapaces, la proliferación de armas, y el enquistamiento de la inseguridad como problema, llevaron a que el 40% los latinoamericanos apruebe la vulneración del estado de derecho, es decir que las autoridades puedan violar la ley cuando persiguen a los delincuentes y que el 27% no objete tomarse la justicia por su mano, según un estudio demoscópico. El desafuero ciudadano es tan espantoso como las últimas previsiones de la consultora Controls Risks: sólo Nigeria supera a México en número de secuestros. Una de las vías de agua de las deficitarias democracias regionales es pues la inseguridad ciudadana, que seguirá lastrando el desarrollo mientras de América Latina sea la geografía más violenta del planeta, cinco de sus naciones, las más desiguales en la distribución de riqueza y buena parte de sus políticos, los más demagogos y patanes del universo.



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