Editorial

El país que no vendrá

2014-09-04

Habría que reconocer que la profecía de un país mejor está sustentada...

JORGE ZEPEDA PATTERSON, El País

Enrique Peña Nieto habla de un país que todavía no existe. En su segundo informe de gobierno el presidente nos asegura que México ya cambió. Y los ciudadanos escuchamos su descripción y desearíamos residir en ese país en el que el mandatario ya está viviendo.

La verdad, no lo juzgo (o sólo un poco), supongo que Peña Nieto está intentando hacer su trabajo. Está convencido de que a fuerza de mostrarnos el advenimiento de los cambios el resto de los ciudadanos adoptaremos un tropicalizado sí se puede y terminaremos por convertirlo en realidad.

Habría que reconocer que la profecía de un país mejor está sustentada en argumentos. Allí están las once reformas de Peña Nieto, sustantivas algunas de ellas, de bulto algunas otras, y deplorable la reforma fiscal.

Y luego están los anuncios espectaculares. A la presentación de los primeros trenes de alta velocidad de América Latina se añade ahora la propuesta de construir un impactante aeropuerto de seis pistas para la Ciudad de México, la ampliación de las líneas del Metro y el relanzamiento del sistema de Oportunidades para combatir la pobreza, rebautizado ahora como el programa Prospera.

No está mal, pero en plata pura habría que decir que la realidad se ha mostrado inmune a los vientos de cambio propalados desde Los Pinos. El último año del sexenio anterior el país creció a una tasa del 4% anual. El primer año de Peña Nieto lo hizo a ritmo del 1,1% y el segundo año rondará en torno al 2,4%. Demasiado poco para insuflar entusiasmos. La inseguridad ha remitido ligeramente, pero la desigualdad sigue aumentando, la economía informal continúa creciendo a costa de la formal y la popularidad del presidente está a la baja.

Habría que reconocer que esa cara pesimista que la realidad se empeña en mostrarnos no es responsabilidad de Peña Nieto, sino de las condiciones estructurales heredadas por su gobierno. Pero una vez dicho lo anterior, el problema con la ola de cambios que el presidente está proponiendo es que hace muy poco por modificar tales distorsiones estructurales. La construcción de obra pública de enormes dimensiones (aeropuerto, trenes y Metro) produce una derrama inmediata que será bienvenida y a la larga un efecto multiplicador importante. Pero un efecto multiplicador que terminará colándose entre las grietas tan imperfectas de la estructura económica y social del país. Trenes más rápidos para desplazar mano de obra mal pagada y para mover la piratería con mayor atingencia; inversiones en obra pública que terminará en manos de los grandes consorcios empresariales: ese 1% de mexicanos que sigue escalando posiciones en la lista de Forbes.

El problema de fondo es que la sociedad mexicana está fragmentada en estamentos que acusan diferencias abismales para apropiarse de la riqueza social. Toda derrama adicional termina por acentuar las diferencias entre el México de punta y ese que vive de la migración, de la economía informal, del crimen organizado. Incluso si logramos metas de crecimiento del 4% y 5%, algo que probablemente consiga Peña Nieto en el último tramo de su gobierno, el efecto habrá de sentirse casi exclusivamente en ese tercio de la población que componen las clases altas y medias.

La propuesta de Peña Nieto es una especie de "salida hacia delante" que me hace recordar al México de los setenta y los ochenta. Las reformas diseñadas están pensadas para activar el motor de lo que ahora existe. Se me dirá con razón que algunas de esas reformas buscaban atenuar el protagonismo de los poderes fácticos y de los monopolios. Pero en la práctica hemos visto que reformas como la educativa o la de telecomunicaciones terminaron en un simple reacomodo entre las élites. Los grupos de poder cedieron un milímetro y neutralizaron rápidamente las aristas peligrosas. En el fondo no buscaban modificar la estructura sino darle al presidente un poco más de margen de maniobra frente al resto de los protagonistas de la escena pública.

Lo que no hay en el programa de Peña Nieto es una voluntad de modificar la correlación de fuerzas entre los ciudadanos y el poder. Se ha perdido el impulso aperturista de los noventa que llevó a la creación de una serie normas y organismos de cara a una sociedad democrática. Se ha suspendido en México la construcción del tejido institucional que podría conducir a una cultura de rendición de cuentas, a un Estado de derecho y a una mejor relación entre sociedad y gobierno, entre débiles y poderosos. Diría incluso que está en marcha un proceso para neutralizar instituciones incómodas como la Suprema Corte, el IFAI, la Comisión de Derechos Humanos, los comités de competencia, etcétera. El combate a la corrupción está ausente en la narrativa de Peña Nieto. Y eso lo dice todo.



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