Mensajería

La erupción del mal

2016-09-13

El hombre tiene a veces la impresión de que el mal es omnipotente y domina este mundo de...

Luis Lopez-Cozar

Velar, desvelar

Tras el nazismo de Alemania, el «socialismo real» de la Unión Soviética y la apostasía de la actual civilización, que han sido responsables de innumerables crímenes, se hace necesario una reflexión, ¿cuál es el sentido de esta gran «erupción» del mal?
 
El siglo XX y principios del XXI han sido el «teatro» en el que han entrado en escena determinados procesos históricos e ideológicos que han llevado hacia una gran «erupción» del mal. Surge de inmediato la referencia a la parábola evangélica del trigo y la cizaña (cf. Mt 13, 24-30). Cuando los siervos preguntan al dueño: «¿Quieres que vayamos a arrancarla?», él contesta de manera muy significativa: «No, que podríais arrancar también el trigo. Dejadlos crecer juntos hasta la siega, y cuando llegue la siega diré a los segadores: Arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo almacenadlo en mi granero» (Mt 13, 29-30).
 
Las ideologías del mal están profundamente enraizadas en la historia del pensamiento filosófico europeo. Específicamente nació en la llamada Ilustración europea.
 
El cogito ergo sum —pienso, luego existo— de Descartes comportaba una inversión en el modo de hacer filosofía. Antes la filosofía, y por tanto el cogito, estaba subordinado al esse. SanTomás de Aquino interpretaba todo desde el prisma del esse y desde esta perspectiva se buscaba una explicación a todo. Sin embargo en la lógica del cogito ergo sum, Dios era una  elaboración del pensamiento humano.  Con ello el hombre se quedó solo; solo como creador de su propia historia y de su propia civilización; solo decidiendo por sí mismo lo que es bueno y lo que es malo,  y en esa soledad dispone que un determinado grupo de seres humanos sea aniquilado.
 
Determinaciones de este tipo se tomaron en el Tercer Reich, en los países sometidos a la ideología marxista, y en las actuales democracias occidentales con la ideología de género, que han condenado a la muerte a millones de niños. Después de la caída de los sistemas construidos sobre las ideologías del mal, cesaron de hecho en esos países, las formas de exterminio ya conocidas por todos. No obstante, se mantiene aún la destrucción legal de vidas humanas concebidas, antes de su nacimiento. Y en este caso se trata de un exterminio decidido por parlamentos elegidos democráticamente, en los cuales se invoca el progreso civil de la sociedad y de la humanidad entera.

¿Por qué ocurre todo esto?

El hombre tiene a veces la impresión de que el mal es omnipotente y domina este mundo de manera absoluta. Sin embargo, ¿existe un límite infranqueable para el mal? Dios concedió al hitlerismo doce años de existencia y, cumplido este plazo, el sistema sucumbió. Por lo visto, éste fue el límite que la Divina Providencia impuso a semejante locura. Si el comunismo, actual populismo, ha sobrevivido más tiempo y tiene alguna perspectiva de un desarrollo mayor, debe ser por algún motivo.
 
El límite al mal en la actual de Unión Europea seria empezar a practicar otra vez el bien; el bien divino y humano que se ha manifestado en la misma historia, durante el curso de muchos siglos pasados. No se puede apartar a Cristo de la historia de ninguna nación. ¿Se le puede apartar de la historia de Europa? San Pablo exhorta a este respecto: «No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien» (Rm 12, 21). En definitiva, tras la experiencia punzante del mal, se tiene que practicar un bien más grande, que obviamente no es el mal menor.
 
¿Cómo hay que entender más concretamente este límite al mal del que  estamos hablando?

¿En qué consiste la esencia de este límite?
 
Quien puede poner un límite definitivo al mal es Dios mismo. Él es la Justicia misma. Es Él quien premia el bien y castiga el mal en perfecta correlación con la situación objetiva. Me refiero a todo mal moral, a todo pecado. Ya en el paraíso terrenal aparece en el horizonte de la historia humana el Dios que juzga y castiga. El libro del Génesis describe detalladamente el castigo que recibieron los primeros  padres después de haber pecado (cf. Gn 3, 14-19). Y la pena impuesta se extendió a toda la historia del hombre. En efecto, el pecado original es hereditario es innato en el hombre, su arraigada inclinación hacia el mal en vez de hacia el bien.  De ahí que el hombre esté dividido en su interior. Por esto, toda vida humana, singular o colectiva, aparece como una lucha, ciertamente dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas.
 
El hombre se encuentra hasta tal punto incapaz de vencer eficazmente por sí mismo los ataques del mal, que cada uno se siente como atado con cadenas. Pero el mismo Señor vino para liberar y fortalecer al hombre, renovándolo interiormente y arrojando fuera al príncipe de este mundo, que lo retenía en la esclavitud del pecado.
 
¿Sigue siendo  la Redención la respuesta al mal de nuestros tiempos?
 
Cuando el joven pregunta: «Maestro, ¿qué tengo que hacer de bueno para obtener la vida eterna?», Jesús contesta: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 16-17 y par.). Y cuando el joven insiste y pregunta, «¿cuáles?», Jesús se limita a recordar los principales mandamientos de la Ley, sobre todo los que se refieren al trato con el prójimo. La observancia de los mandamientos, entendiéndola bien, significa vencer el pecado, el mal moral en sus distintas formas.
 
Esto comporta una progresiva purificación interior, que a su vez, lleva a descubrir los valores. Los valores son las luces que iluminan la existencia y, a medida que el hombre se trabaja a sí mismo, brillan cada vez más intensamente en el horizonte de su vida. Paralelamente, pues, a la observancia de los mandamientos se desarrollan en el hombre las virtudes. Así, por ejemplo, observando el mandamiento de «no matar», el hombre descubre el valor de la vida en sus diferentes aspectos y aprende a respetarla cada vez más profundamente. Con la observancia del mandamiento «no cometerás adulterio», practica la virtud de la pureza, lo que significa conocer cada vez mejor la belleza desinteresada del cuerpo humano, de la masculinidad y la feminidad. Precisamente esta belleza gratuita se convierte en luz para sus actos. Al observar el mandamiento de «no dar falso testimonio», descubre la virtud de la veracidad. No sólo excluye de su vida todo tipo de mentira e hipocresía, sino que desarrolla en sí una especie de  «instinto de verdad» que orienta todo su comportamiento. Y, al vivir en la verdad, adquiere en su propia humanidad una «veracidad» connatural.
 
Con el pasar del tiempo, el hombre que sigue con perseverancia al Maestro, que es Cristo, siente cada vez menos en sí la fatiga de luchar contra el pecado y experimenta más el gozo de la luz de Dios que impregna toda la Creación.  La luz interior ilumina sus actos y abre sus ojos al bien del mundo creado, que proviene de la mano de Dios. De esta manera, el camino purificador primero, e iluminador después, lleva de manera progresiva a lo que se llama la vía unitiva. Es la última etapa del camino interior, en la que el alma experimenta su particular unión con Dios.



JMRS