Del Dicho al Hecho

El Gran Absurdo de la Gran Guerra

2018-11-09

Al parecer, su unidad no estaba en un situación comprometida. Como es comprensible, los...

PABLO COLOMER, Política Exterior


La Primera Guerra Mundial terminó un lunes. El 11 de noviembre de 1918, a las 11 de la mañana, hora fijada para el alto el fuego por aliados y alemanes. Resulta extraño ver terminar una guerra tan salvaje así, de manera tan anticlimática. A las 11:00, todos para casa. Es extraño, sí, que la guerra que acabó con el siglo XIX, que colapsó el antiguo régimen, tuviese un final tan decimonónico. Un cierre en falso, como se vio después, pero esto hoy no viene al caso.

Aunque bien mirado, quizá no sea tan extraño. La carnicería mecanizada tuvo un final acorde a su espíritu industrial. A las 11:00, las luces de la fábrica se apagaron y los obreros de la guerra, felices y fantasmales, volvieron a casa. Los que pudieron, claro. Por el camino quedaron nueve millones de muertos, más o menos, sin contar a los civiles. En total, combatieron unos 66 millones de soldados en la Gran Guerra, de los que uno de cada ocho murieron. Eso nos da 6,000 cadáveres al día durante los cuatro años que duró la contienda.

Hay un subgénero dentro del subgénero bélico que es la Gran Guerra –la Segunda Guerra Mundial es otra cosa, un genero en sí, como el wéstern o la ciencia-ficción– en torno a sus últimos muertos. Motivado, a mi parecer, por un afán de precisión un tanto pueril –pese a que estamos hablando de muertos y los muertos nunca son pueriles– en un conflicto que acabó con la vida de casi 10 millones de personas. La individualización del sufrimiento, ponerle rostro a la batalla es necesario, sobre todo en un conflicto industrial y deshumanizado como este, pero tratar de averiguar, minuto arriba, soldado abajo, quién murió el último… ¿adónde nos lleva?

A lugares interesantes, para mi sorpresa. El armisticio entre aliados y alemanes se firmó en un tren en el bosque de Compiègne, al norte de Francia, a las cinco de la mañana del 11 de noviembre, fijándose su entrada en vigor seis horas después. Seis horas que dieron para mucho, pues los combates prosiguieron, sobre todo por parte de los aliados, enfrascados en la ofensiva de Mosa-Argonne. Miles de soldados murieron en esas seis horas, el último a las 10:59, un minuto antes del armisticio. Era estadounidense, tenía 23 años y se llamaba Henry Gunther.

Sabemos cómo murió, pero no por qué. Y no hablo del porqué general –¿qué se le había perdido a Henry en los bosques de Argonne?–, sino al porqué concreto, corpóreo de esos últimos minutos de vida. Según la versión oficial, Gunther murió asaltando a la bayoneta un nido de ametralladoras alemán, después de que su unidad sufriese una emboscada cerca de la localidad francesa de Chaumont-devant-Damvillers, al norte de Verdún. Parece un cliché, es de hecho un cliché, pero así fue. A partir de aquí, la niebla de la guerra baja sobre los últimos minutos de vida de Gunther.

Al parecer, su unidad no estaba en un situación comprometida. Como es comprensible, los alemanes no estaban por la labor de matar a sus inmediatos captores. Pese a ello, Gunther abandonó el abrigo y cargó. ¿Siguiendo órdenes? ¿Por motu proprio? En cualquier caso, los alemanes advirtieron a Gunther de que no se acercase, gritándole en inglés. Luego dispararon por encima de su cabeza, pero Gunther no se dio por aludido; pegó un par de tiros, incluso. Finalmente, una ráfaga de ametralladora lo mató.

A partir de aquí, las teorías. La más a mano: obedecía órdenes. La mayoría de los comandantes aliados dedicaron esas últimas horas de la guerra a ver el tiempo, la vida pasar, pero no todos. Las órdenes del alto mando para abajo no fueron, al parecer, tan precisas como debieran. Es plausible, por tanto, que Gunther muriese de manera absurda, en la apoteosis de la absurdidad que fue la Gran Guerra, plagada de grandes ofensivas que no conseguían ganar más que un par de kilómetros de terreno, en el mejor de los casos, y ataques mentecatos contra bastiones inexpugnables. Bastiones desde los que las ametralladoras graznaban, gritaban: “¡No vengáis, que os mataremos! ¡Atrás, atrás!”, mientras nadie hacía caso. Gunther murió en su particular ofensiva inútil, la última ofensiva inútil de la larga lista de ofensivas inútiles que dieron sentido –un sentido carente de sentido– a una guerra de desgaste.

Hay otras teorías, que nos alejan del terreno de los clichés y nos adentran en las arenas movedizas del melodrama y la psicología. Gunther era estadounidense, pero de origen alemán, como su apellido señala. Mal punto de partida. Cuando lo llamaron a filas en 1917 trabajada de contable en un banco en Baltimore y acababa de prometerse. Esto tampoco ayuda. Llegó a Francia en julio de 1918 y lo que vio, obviamente, no le gustó. Así se lo hizo saber en una carta a un amigo, advirtiéndole de que no se le ocurriese alistarse. Los censores interceptaron la carta y los superiores de Gunther lo degradaron: de sargento pasó a soldado raso.

Hasta aquí, todo normal: un hombre, un muchacho luchando a brazo partido contra el absurdo. Perdiendo –porque tocaba perder– batalla tras batalla. Pero resistiéndose –porque tocaba resistirse– dentro de sus posibilidades. A partir de su degradación, sin embargo, la cosa cambia. Gunther decide, en un rapto de lucidez y demencia, todo a la vez, abrazar el absurdo. Según sus compañeros de armas, el muchacho se obsesiona con demostrar a sus superiores lo buen soldado, lo valiente que es. Lo mucho que está comprometido con la guerra. Y lo poco que le gustan sus viejos paisanos, los alemanes, cabría añadir como remate a este psicodrama.

¿Tiene sentido? Sí, si logramos meternos en la piel de un joven de 23 años de 1918 devorado por no sé qué fantasmas. La pregunta buena, sin embargo, es si hoy le vemos sentido. Si tiene sentido este pequeño y plausible sinsentido escondido dentro de un sinsentido mayor envuelto, este, en el gran sinsentido que fue la Gran Guerra.
 
Ni pompa ni desfiles para la Primera Guerra Mundial

Han pasado 100 años y es domingo. El 11 de noviembre de 2018 se reúnen en París más de 60 líderes mundiales para conmemorar el centenario del armisticio. El presidente francés, Emmanuel Macron, no quiere pompas ni desfiles militares. Nada de triunfalismo. No es de extrañar. El 13,3% de los franceses de entonces entre los 15 y 49 años de edad murió en la guerra. Poco que celebrar, por tanto. Y mucho que lamentar.

Según el historiador alemán Fritz Stern, la Primera Guerra Mundial fue el “primer gran desastre del siglo XX del que derivaron todos los desastres posteriores”. Ahí recibieron su educación sentimental los Hitler, Göring, Mussolini, MacArthur y Truman, entre otros. Incluyo a estos dos últimos por su relación con la bomba nuclear –el primero la estrenó, el segundo quiso arrasar China con ella–, pero no se pueden comparar, claro, con los primeros. ¿O sí?

En cuestión de absurdos, sí son comparables. Veamos el caso de Truman, abrazado al sinsentido de la guerra hasta el final, según correspondía. Como oficial de artillería, Truman fue uno de los que apuró hasta el último momento. “Disparé la batería, según las órdenes, hasta las 10:45 –contó años después–. En ese minuto disparé mi último tiro”.

¿Qué lo diferencia de Gunther? Que Truman no se exponía, no ponía su vida en peligro. Pero en lo de querer llevarse a unos cuantos alemanes por delante antes de que apagaran la luz, en eso Harry, futuro presidente de EU, y Henry, antiguo contable de banco en Baltimore, son iguales.

El absurdo hecho carne.


 



regina
Utilidades Para Usted de El Periódico de México