Cabalístico

¿Todos educamos mal? pero unos peor que otros

2015-06-14

Tengo que decir, y ojalá no me equivoque, que entre

Autor: Tomás Melendo

La misión del educador

Y, a pesar de todo, nuestros hijos suelen acabar siendo una maravilla

Cuando escribo estas líneas, tengo 55 años. Si las predicciones del ginecólogo se cumplen, mi hija mayor, María, dará a luz el 7 de septiembre próximo, el mismo día en que la menor, María José, cumplirá 15 años, y mi madre, nada menos que 90.

Curiosamente, Lourdes y yo lo haremos, los dos, al día siguiente: el 8 de ese mismo mes, fiesta de la Maternidad de la Virgen. Yo, según acabo de sugerir, cumpliré 56; y Lourdes, "alrededor de 35, como de costumbre".

Y entre los 30 de María y los futuros 15 de María José, se sitúan mis otros cinco hijos, haciendo un total de siete.

Aun cuando, en principio, quede mucho camino por recorrer, los 55 años permiten ya echar una mirada atrás y ver lo que has ido haciendo con tu vida y, en concreto, cómo te has desenvuelto como educador.

Empiezo por confirmar, desde el fondo del alma, que —en el momento presente— me siento muy orgulloso de todos y cada uno de mis hijos, y espero que nos sigan dando, junto con alguna que otra preocupación —que tampoco han faltado y vienen bastante bien—, tantas alegrías como hasta ahora.

Anoche

Como anoche llegó María desde Irlanda, con idea de pasar las últimas semanas de embarazo y el parto junto a Lourdes, nos reunimos, además del matrimonio, cuatro de los hijos, la novia de uno de ellos y María Josefa, la madre de Lourdes (lo de "mi suegra" no le gusta que lo diga, pero así se entendería mejor).

Y, aunque eran más de las 12 de la noche y María había estado una hora y media dentro del avión, clavado en la pista de despegue, con un calor sofocante —agravado por la presencia del pequeño en una tripa descomunal—, la velada se prolongó hasta bien cumplidas las 2 de la madrugada.

Disfruté como siempre que, en familia, recordamos tiempos pasados. Hacía mucho que no me reía tanto y con tantas ganas. Lo mismo que ocurre, normalmente, cada vez que salen a relucir las anécdotas de "cuando éramos pequeños" (y digo "éramos" porque de ordinario son ellos los que las cuentan).

El título y subtítulo del conjunto de artículos que este inicia —y que anoche me rondaron una y otra vez por la mente— tienen su pequeña historia. Surgieron hace alrededor de medio año en México. Iba a pasar poco más de un mes en ese país, dando cursos y conferencias en distintas ciudades, pero con la sede central en Guadalajara, la capital y la "novia" de Jalisco.

(Tal vez conozcan la canción: "Jalisco, Jalisco, Jalisco, tú tienes tu novia, que es Guadalajaaaaaara;  muchachas bonitas, la perla más rara de todo Jalisco es mi Guadalajaaaaaara…").

En las últimas ocasiones, cuando el viaje va a ser largo, suelo vivir en casa de algunos antiguos amigos o de amigos de mis amigos, que todavía no conozco, pero que me reciben, como sucede siempre en México, con todo el cariño del mundo.

En esta ocasión, se trataba de personas a las que no había visto nunca. No quiero dar muchos detalles, porque no les he pedido aún permiso, y tienen todo el derecho a preservar su intimidad. Diré solo que, entre los cuatros hijos, la segunda era una adolescente, no de libro, que eso es poco, sino de auténtica exposición: es decir, como debe ser toda adolescente que se precie.

Y, además, cosa que no supe —horrorizado— hasta que entré en la habitación, yo era el causante de que la "arrojaran" de su cuarto, que habían dispuesto para que pudiera dormir y establecer en él el "centro de operaciones".

Tengo que decir, y ojalá no me equivoque, que entre "la adolescente" y yo se creó muy pronto un clima de complicidad y —de nuevo espero no fantasear— de auténtico cariño.

Al día siguiente de llegar, la madre de familia, encantadora, coincidió a solas conmigo durante un buen rato. Como uno se dedica a temas de amor y familia (que no "de amor y lujo"), los demás dan por supuesto que "debe de hacerlo bien". Ella, por el contrario, tenía la impresión de ser una pésima educadora.

Charlamos algo más de dos horas, y tuve que concluir con lo que ya era para mí una convicción muy honda, y de entonces a hoy se ha venido afianzando: que todos los padres educamos mal… y no pasa nada; pero que algunos lo hacen muy mal, y entonces es cuando suele haber problemas.

Por supuesto que mi anfitriona no se contaba entre los "muy mal", sino que se desenvolvía, más o menos, como cualquiera de nosotros. La diferencia era, simplemente, de edad y profesión. En concreto: yo ya había pasado por lo que ella estaba entonces viviendo (recuerden mis 55-56 años)… y había reflexionado mucho sobre el asunto (de profesión: filósofo).

Los malos y los peores

La conclusión, para mí, se resume en estas pocas frases: si educar es ayudar a nuestros hijos a que cumplan su misión en esta tierra, y su tarea es la de prepararse para llegar a ser interlocutores del Amor de Dios por toda la eternidad, ¿puede haber algún ser humano, varón o mujer, que realmente "lo haga bien"? ¿No se trata de algo que, por definición, supera nuestras fuerzas?

Tranquilidad, por tanto, porque hay Quien se encarga de que, a pesar de los pesares —de ti y de mí—, las aguas lleguen a su cauce. Se trata, simplemente, de no poner excesivas trabas.

Si educar es ayudar a nuestros hijos a prepararse para llegar a ser interlocutores del Amor de Dios por toda la eternidad, ¿puede haber algún ser humano, varón o mujer, que realmente "lo haga bien"?

Primer espejismo

¿Por qué, entonces, la preocupación recurrente y la sensación de estar haciéndolo muy mal, justo entre quienes luchamos por realizarlo lo mejor que sabemos?

Dosificaré la respuesta a lo largo del escrito. Anticipo un par de ideas.

Fue precisamente en esa conversación de Guadalajara donde, en un tono de lo más distendido, caí en la cuenta y comenté a mi amiga, casi con estas palabras, "lo maravilloso que es que, mientras nuestros hijos son pequeños, hagan libremente… lo que nosotros queremos que hagan".

Uno/a se siente como en las nubes, con la alegría del deber cumplido, muchas ganas de seguir adelante y sin nada serio que turbe esa paz interior. Hay cansancio, momentos en que estamos hartos, ganas de tirar la toalla o de ahogar a alguno de los críos (¡bendito Herodes!, que diría una de mis cuñadas)… pero siempre en tono menor.

La cosa cambia radicalmente con la adolescencia, cuando empiezan a hacer, un poco menos libremente de lo que ellos piensan, y bastante más de los que nosotros creemos y desearíamos, lo que realmente a ellos/as les da la gana.

Es un tema apasionante, que me entusiasma: volveré sobre él con detenimiento.

Es "encantador" que, mientras son pequeños, nuestros hijos hagan libremente… lo que nosotros queremos que hagan.

La cosa cambia cuando empiezan a crecer y a hacer lo que realmente les da la gana.

Segundo espejismo

No sé si, dentro del contexto que estoy dibujando, el lector habrá tenido la desgracia que muchos hemos padecido. La de que amigos menos ocupados por educar a sus hijos, nos repitan, entre admirados y sanamente envidiosos: "¡hay que ver la suerte que has tenido con tus hijos!; si te hubieran tocado los míos…"

Ante lo que uno —o, al menos, ese uno que soy yo— se siente normalmente muy tentado de responder que suerte, suerte, lo que se dice suerte, puede que haya habido, pero que también son muchas horas de atención, de juegos compartidos y un etcétera muy largo, que callo en aras de una amistad que debe seguir madurando para el bien de todos.

Peor es lo mío. María Josefa, la madre de mi mujer (mi "suegra", para entendernos de nuevo), concretaba más el asunto. En este caso, tomaba como punto de comparación a sus restantes nietos y a sus respectivos padres, entre los que uno de cada pareja es, lógicamente, hijo o hija suyos. Y el diagnóstico resultante no podía ser más contundente: no era Lourdes, sino yo, el que sabía educar —y educaba— maravillosamente a mis hijos.

Cada vez que lo decía, yo intentaba convencerla y convencerme de que eso era una bobada, aunque, lógicamente, la última palabra era siempre la suya. Entonces, me parecía que no le hacía ningún caso, pues conocía bien mis errores. Hace algún tiempo empecé a darme cuenta de que, en el fondo-fondo, no estaba del todo en desacuerdo con ella: yo lo hacía bastante bien.

Ahora, por el contrario, cuando todos han pasado o se encuentran en plena adolescencia, veo con nitidez que lo hacía… normalito, que es la mejor manera de hacer las cosas.

Para concluir

Y normalito equivale, lo repito con plena conciencia, a bastante mal… aunque no "peor que otros". Tras lo cual, resumo, por si sirve de ayuda a alguien.

Suelen hacerlo menos mal:

1. Quienes, dándose cuenta o no, procuran desaparecer lo más posible, de acuerdo con el cónyuge y sin bajar por ello la guardia, y dejan la iniciativa a quienes realmente les corresponde. Es decir:

1.1. A cada hijo, progresivamente, según va pasando el tiempo.

1.2. Y al auténtico Autor de cualquier mejora humana, que solo nos pide —¡pero nos lo pide!— que no estorbemos demasiado.
 
Y lo hacen francamente mal:

1. Quienes asfixian a los críos con constantes reflexiones, prohibiciones y consejos.

2. Y quienes están convencidos de hacerlo muy bien (¡que Dios nos libre de ellos!)

En resumen: los que se consideran protagonistas en la educación de los hijos.

Lo hacen bastante mal quienes creen ser los protagonistas en la educación de sus hijos

2. Contenido básico

¿Ser o subjetividad?

Después de esta breve introducción, y con conciencia de que apenas voy a ser entendido —y de que tampoco importa excesivamente—, paso a exponer las líneas de fuerza de todo el escrito.

La idea que le sirve de base no es muy distinta de la que ha presidido estudios anteriores y, en fin de cuentas, casi todo lo que he publicado hasta el día de hoy: la prioridad absoluta del ser sobre la subjetividad humana.

No cuentan nuestros gustos… ni tampoco los del hijo

Lo que cambia, en este caso, son las "traducciones" de semejante principio.

1. A saber, y antes que nada, que la referencia primordial de todo quehacer educativo, el ideal al que hay que atender en cualquier momento de la biografía de una persona, lo constituye lo que esa persona es y, consecuentemente, lo que está llamada a ser.

Y no —sería la otra posibilidad— lo que "alguien" (él mismo o cualquier otro) ambicione o desee, o le apetezca o le disguste… si todo ello no concuerda con la concreta condición personal de quien se está formando.

2. Con lo que este principio básico se aplica tanto a quienes deben educar como a quienes han de ser educados. Y lo hace de maneras muy diversas, que iré señalando en su momento.

2.1. Por ejemplo, la atención prioritaria al ser de cada uno de nuestros hijos lleva consigo que los sueños y las novelas que hemos forjado respecto a ellos —en principio, nobilísimos— deban ceder el paso a lo que vamos descubriendo que exigen las reales cualidades de ese chico o esa chica… que no tienen por qué coincidir con la del hermano o la hermana de solo un año más o menos que él o que ella.

¡Y no digamos nada de nuestras ambiciones, caprichos, aspiraciones… y cuanto se sitúa en la misma línea!

2.2. Algo bastante parecido sucede con el educando en relación consigo mismo: también él ha de saber adecuar sus ilusiones y anhelos a lo que, respecto a las vías de su más cabal desarrollo, le van "sugiriendo" su propio modo de ser y las circunstancias en que su vida se desenvuelve.

Llegar a ser quienes somos

En fin de cuentas, todo lo anterior remite a una de las afirmaciones más repetidas a lo largo de la historia del pensamiento occidental, desde Píndaro hasta Jaspers.

Uno y otro sostienen, con palabras casi coincidentes, que "el hombre es aquel ser que debe llegar a ser hombre".

Una afirmación que hoy expresaríamos más a gusto diciendo que "cada persona humana debe llegar a ser quien es".

Interlocutores del Amor de Dios

Efectivamente, según he considerado en otras ocasiones, en el mismo instante en que un nuevo sujeto humano es concebido, el (acto de) ser que Dios infunde junto con el alma apunta ya el despliegue futuro del inmenso conjunto de facultades y actos que lo dirigirán, siempre que esa persona asuma libremente semejante impulso, hasta el Interior del propio Dios, para transformarse —como acabo de sugerir— en un interlocutor eterno del Amor divino.

El "Término" al que todos los hombres deben dirigirse es, pues, el Mismo Dios que amorosamente los ha creado.

Los caminos resultan, en cierto sentido, paralelos o, más bien, coincidentes. No obstante se configuran como radicalmente únicos, en función del particular e irrepetible modo de ser de cada persona y del sucederse de situaciones, también únicas, en que se irá encontrando a lo largo de su existencia.

La labor de educación, de la que el propio educando acabará por ser el principal artífice, se compone del cúmulo de auxilios que le permitirán alcanzar la Meta anhelada.

Y la clave de todo el proceso, como veremos hasta la saciedad, es el amor, en su acepción más genuina.

Ser y hacer

Todavía me parece conveniente esbozar otro punto, que probablemente molestará a más de uno.

Sin duda, el problema más extendido entre los educadores de hoy día es que a casi todos les gustaría hacer bien de padres… sin esforzarse seriamente por ser buenos padres.

Y esto es, sencillamente, imposible.

Con frase que daría pie para hondas reflexiones, resume Cornelio Fabro:

"La única pedagogía es la profundidad de nuestro ser"

La filosofía clásica y el sentido común están de acuerdo en que el obrar sigue al ser y el modo de obrar al modo de ser. Lo expresan cientos de dichos populares: "el árbol se conoce por sus frutos", "no se pueden pedir peras al olmo", etcétera, etcétera.

Pero la mayoría de los padres no queremos enterarnos. No estamos dispuestos a poner los medios imprescindibles para llegar a ser buenos padres —cosa nada sencilla— y, sin embargo, pretendemos educar a nuestros hijos, lo que equivale a hacer bien de padres.

No tengo que comentar mucho. Tal vez baste con sentar dos afirmaciones:

1. El crecimiento de cada hijo guarda una relación muy estrecha con el empeño real y constante de sus padres por ser mejores personas y, como consecuencia, también mejores padres. Si estos no luchan eficazmente por mejorar, es prácticamente imposible que logren una mejora en los hijos.

2. La diferencia más honda entre quienes simplemente lo hacemos mal y los que lo hacen aún peor estriba justo ahí: en que los primeros combatimos por crecer como personas, mientras los segundos aspiran a forjar las personas de sus hijos sin esforzarse por reformar la propia.

El problema más extendido en la educación actual es que a muchos nos gustaría hacer bien de padres… sin esforzarnos seriamente por ser buenos padres

Repito que nadie se asuste ni preocupe si no comprende lo que en esta segunda parte he esbozado. Su simple lectura, con un intento mínimo de intelección, constituye una preparación óptima para adentrarnos en el cuerpo del escrito, en el que el tono vuelve a ser bastante más asequible.



EEM