Testimonios

La Iglesia Católica 

2023-09-21

El segundo es la Confirmación Una vez confirmados tenemos como una doble responsabilidad de...

Por | Pbro. Juan María Gallardo

El Espíritu Santo y la Iglesia

Cuando el sacerdote instruye a un posible converso, generalmente en las primeras etapas de sus explicaciones le enseña el significado del perfecto amor a Dios. Explica qué quiere decir hacer un acto de contrición perfecta. Aunque ese converso debe aguardar varios meses la recepción del Bautismo, no hay razón para que viva ese tiempo en pecado. Un acto de perfecto amor a Dios -que incluye el deseo de bautizarse- le limpia el alma antes del Bautismo.

El posible converso, naturalmente, se alegra de saberlo, y yo estoy seguro de haber vertido el agua bautismal en la cabeza de muchos adultos que poseían ya el estado de gracia santificante. Por haber hecho un acto de perfecto amor de Dios, habían recibido el bautismo de deseo. Y, sin embargo, en todos y cada uno de los casos, el converso ha manifestado gran gozo y alivio al recibir el sacramento, porque hasta este momento no podían tener certeza de que sus pecados habían sido perdonados. Por mucho que nos esforcemos en hacer un acto de amor a Dios perfecto, nunca podemos estar seguros de haberlo logrado. Pero cuando el agua salvífica se vierte en su cabeza, el neófito está seguro de que Dios ha venido a él.

San Pablo nos dice que nadie, ni siquiera el mejor de nosotros, puede tener seguridad absoluta de estar en estado de gracia santificante. Pero todo lo que pedimos es certeza moral, el tipo de certeza que tenemos cuando hemos sido bautizados o (en el sacramento de la Penitencia) absueltos. La paz de mente, la gozosa confianza que esta certeza proporciona, nos da una de las razones por las que Jesucristo instituyó una Iglesia visible.

Las gracias que nos adquirió en el Calvario podía haberlas aplicado a cada alma directamente e invisiblemente, sin recurrir a signos externos o ceremonias. Sin embargo, conociendo nuestra necesidad de visible seguridad, Jesús escogió canalizar sus gracias a través de símbolos sensibles. Instituyó los sacramentos para que pudiéramos saber cuándo, cómo y qué clase de gracia recibimos. Y unos sacramentos visibles necesitan una agencia visible en el mundo para que los custodie y distribuya. Esta agencia visible es la Iglesia instituida por Jesucristo.

La necesidad de una Iglesia no se limita, evidentemente, a la guarda de los sacramentos. Nadie puede querer los sacramentos si no los conoce antes. Y tampoco puede nadie creer en Cristo, si antes no se le ha hablado de El.

Para que la vida y muerte de Cristo no sean en vano, ha de existir una voz viva en el mundo que transmita las enseñanzas de Cristo a través de los siglos. Debe ser una voz audible, ha de haber un portavoz visible en quien todos los hombres de buena voluntad puedan reconocer la autoridad.

Consecuentemente, Jesús fundó su Iglesia no sólo para santificar a la humanidad por medio de los sacramentos, sino, y ante todo, para enseñar a los hombres las verdades que Jesucristo enseñó, las verdades necesarias para la salvación. Basta un momento de reflexión para darnos cuenta de que, si Jesús no hubiera fundado una Iglesia, incluso el nombre de Jesucristo nos sería hoy desconocido.

Pero no nos basta tener la gracia disponible en los sacramentos visibles de la Iglesia visible. No nos basta tener la verdad proclamada por la voz viva de la Iglesia docente.

Además, necesitamos saber qué debemos hacer por Dios; necesitamos un guía seguro que nos indique el camino que debemos seguir de acuerdo con la verdad que conocemos y las gracias que recibimos. De igual manera que sería inútil para los ciudadanos de un país tener una Constitución si no hubiera un gobierno para interpretarla y hacerla observar con la legislación pertinente, el conjunto de la Revelación cristiana necesita ser interpretada de modo apropiado. ¿Cómo hacerse miembro de la Iglesia y cómo permanecer en ella? ¿Quién puede recibir este o aquel sacramento, cuándo y cómo?

Cuando la Iglesia promulga sus leyes, responde a preguntas como las anteriores, cumpliendo bajo Cristo su tercer deber, además de los de enseñar y santificar: gobernar.

Conocemos la definición de la Iglesia: "la congregación de todos los bautizados, unidos en la misma fe verdadera, el mismo sacrificio y los mismos sacramentos, bajo la autoridad del Sumo Pontífice y los obispos en comunión con él".

Una persona se hace miembro de la Iglesia al recibir el sacramento del Bautismo, y continúa siéndolo mientras no se segregue por cisma (negación o contestación de la autoridad papal), por herejía (negación de una o más verdades de fe proclamadas por la Iglesia) o por excomunión (exclusión de la Iglesia por ciertos pecados graves no contritos). Pero estas personas, si han sido bautizadas válidamente, permanecen básicamente súbditos de la Iglesia, y están obligadas por sus leyes, a no ser que se les dispense de ellas específicamente.

Al decir todo esto, ya vemos que consideramos la Iglesia desde fuera exclusivamente. Del mismo modo que un hombre es más que su cuerpo físico, visible, la Iglesia es infinitamente más que la mera visible organización exterior. Es el alma lo que constituye al hombre en ser humano. Y es el alma de la Iglesia lo que la hace, además de una organización, un organismo vivo. Igual que la inhabitación de las tres Personas divinas da al alma la vida sobrenatural que llamamos gracia santificante, la inhabitación de la Santísima Trinidad da a la Iglesia su vida inextinguible, su perenne vitalidad. Ya que la tarea de santificarnos (que es propia del Amor divino) se adscribe al Espíritu Santo por apropiación, es a El a quien designamos el alma de la Iglesia, de esta Iglesia cuya cabeza es Cristo.

La Misión de la Iglesia

Dios modeló a Adán del barro de la tierra, y luego, según la bella imagen bíblica, insufló un alma a ese cuerpo, y Adán se convirtió en ser vivo. Dios creó la Iglesia de una manera muy parecida. Primero diseñó el Cuerpo de la Iglesia en la Persona de Jesucristo. Esta tarea abarcó tres años, desde el primer milagro público de Jesús en Caná hasta su ascensión al cielo. Jesús, durante este tiempo, escogió a sus doce Apóstoles, destinados a ser los primeros obispos de su Iglesia. Por tres años los instruyó y entrenó en sus deberes, en la misión de establecer el reino de Dios.

También durante este tiempo Jesús diseñó los siete canales, los siete sacramentos, por los que las gracias que iba a ganar en la cruz fluirían a la almas de los hombres.A la vez, Jesús impartió a los Apóstoles una triple misión, que es la triple misión de la Iglesia.

Enseñar: "Id, pues, enseñad a todas las gentes..., enseñándoles a observar cuanto Yo os he mandado" (Mt 28,19-20).

Santificar:"Bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28,19); "Este es mi Cuerpo..., haced esto en memoria mía" (Lc 22,19); "A quien perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos" (Io 20,23).

Y gobernar en su nombre: "Si los desoyere, comunícalo a la Iglesia, y si la Iglesia desoye, sea para ti como gentil o publican...; cuanto atareis en la tierra será atado en el cielo, y cuanto desatareis en la tierra será desatado en el cielo" (Mt 18,17-18); "El que a vosotros oye, a mí me oye, y el que a vosotros desecha, a mí me desecha" (Lc 10,16).

Otra misión de Jesús al formar el Cuerpo de su Iglesia, fue la de proveer una autoridad para su Reino en la tierra. Asignó este cometido al Apóstol Simón, hijo de Juan, y al hacerlo le impuso un nombre nuevo, Pedro, que quiere decir roca. He aquí la promesa:

"Bienaventurado tú, Simón Bar Jona... Y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré Yo mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos" (Mt 16, 17,18-19). Esta fue la promesa que Jesús cumplió después de su resurrección, según leemos en el capítulo 21 del Evangelio de San Juan. Tras conseguir de Pedro una triple manifestación de amor ("Simón, hijo de Juan, ¿me amas?"), Jesús hizo a Pedro el pastor supremo de su rebaño. "Apacienta mis corderos", le dice Jesús, "apacienta mis ovejas".

El entero rebaño de Cristo -ovejas y corderos; obispos, sacerdotes y fieles- se ha puesto bajo la jurisdicción de Pedro y sus sucesores, porque, resulta evidente, Jesús no vino a la tierra para salvar sólo a las almas contemporáneas de los Apóstoles. Jesús vino para salvar a todas las almas, mientras haya almas que salvar.

El triple deber (y poder) de los Apóstoles -enseñar, santificar y gobernar -lo transmitieron a otros hombres, a quienes, por el sacramento del Orden, ordenarían y consagrarían para continuar su misión.

Los obispos actuales son sucesores de los Apóstoles. Cada uno de ellos ha recibido su poder episcopal de Cristo, por medio de los Apóstoles, en continuidad ininterrumpida. Y el poder supremo de Pedro, a quien Cristo constituyó cabeza de todo, reside hoy en el Obispo de Roma, a quien llamamos con amor el Santo Padre. Esto se debe a que, por los designios de la Providencia, Pedro fue a Roma, donde murió siendo el primer obispo de la ciudad. En consecuencia, quien sea obispo de Roma, es automáticamente el sucesor de Pedro y, por tacto, posee el especial poder de Pedro de enseñar y regir a la Iglesia entera.

Este es, pues, el Cuerpo de su Iglesia tal como Cristo la creó: no una mera hermandad invisible de hombres unidos por lazos de gracia, sino una sociedad visible de hombres, bajo una cabeza constituida en autoridad y gobierno. Es lo que llamamos una sociedad jerárquica con las sólidas y admirables proporciones de una pirámide. En su cima el Papa, el monarca espiritual con suprema autoridad espiritual. Inmediatamente bajo él, los otros obispos, cuya jurisdicción, cada uno en su diócesis, dimana de su unión con el sucesor de Pedro. Más abajo, los sacerdotes, a quienes el sacramento del Orden ha dado poder de santificar (como así hacen en la Misa y los sacramentos), pero no el poder de jurisdicción (el poder de enseñar y gobernar). Un sacerdote posee el poder de jurisdicción sólo en la medida en que lo tenga delegado por el obispo, quien lo ordenó para ayudarle.

Finalmente, está la amplia base del pueblo de Dios, las almas de todos los bautizados, para quienes los otros existen.

Este es el Cuerpo de la Iglesia tal como lo constituyó Jesús en sus tres años de vida pública. Como el cuerpo de Adán, yacía en espera del alma. Esta alma había sido prometida por Jesús cuando dijo a sus Apóstoles antes de la Ascensión: "Pero recibiréis el poder del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta el extremo de la tierra" (Act 1,8). Conocemos bien la historia del Domingo de Pentecostés, décimo día de la Ascensión y quincuagésimo de la Pascua (Pentecostés significa "quincuagésimo"): "Aparecieron, como divididas, lenguas de fuego, que se posaron sobre cada uno de ellos (de los Apóstoles), quedando todos llenos del Espíritu Santo" (Act 2,3-4).

Y, en ese momento, el cuerpo tan maravillosamente diseñado por Jesús durante tres pacientes años, vino súbitamente a la vida. El Cuerpo Vivo se alza y comienza su expansión. Ha nacido la Iglesia de Cristo.

Nosotros somos la Iglesia.

¿Qué es un ser humano? Podríamos decir que es un animal que anda erecto sobre sus extremidades posteriores, que puede razonar y hablar. Nuestra definición sería correcta, pero no completa. Nos diría sólo lo que es el hombre visto desde el exterior, pero omitiría su parte más maravillosa: el hecho de que posee un alma espiritual e inmortal.

¿Qué es la Iglesia? También podríamos responder dando una visión externa de la Iglesia. Podríamos definir la Iglesia (y de hecho lo hacemos frecuentemente) como la sociedad de los bautizados, unidos en la misma fe verdadera, bajo la autoridad del Papa, sucesor de San Pedro.

Pero, al describir la Iglesia en estos términos, cuando hablamos de su organización jerárquica compuesta de Papa, obispos, sacerdotes y laicos, debemos tener presente que estamos describiendo lo que se llama Iglesia jurídica. Es decir, miramos a la Iglesia como una organización, como una sociedad pública cuyos miembros y directivos están ligados entre sí por lazos de unión visibles y legales. En cierta manera es parecido al modo en que los ciudadanos de una nación están unidos entre sí por lazos de ciudadanía, visibles y legales. Los Estados Unidos de América, por ejemplo, es una sociedad jurídica.

Jesucristo, por supuesto, estableció su Iglesia como sociedad jurídica. Para cumplir su misión de enseñar, santificar y regir a los hombres, debía tener una organización visible.

El Papa Pío XII, en su encíclica sobre "El Cuerpo Místico de Cristo", nos señaló este hecho. El Santo Padre también nos hizo notar que, como organización visible, la Iglesia es la sociedad jurídica más perfecta que existe. Y esto es así porque tiene el más noble de los fines: la santificación de sus miembros para gloria de Dios.

El Papa continuaba su encíclica declarando que la Iglesia es mucho más que una organización jurídica. Es el mismo Cuerpo de Cristo, un cuerpo tan especial, que debe tener un nombre especial: el Cuerpo Místico de Cristo. Cristo es la Cabeza del Cuerpo; cada bautizado es una parte viva, un miembro de ese Cuerpo, cuya alma es el Espíritu Santo.

El Papa nos advierte: "Es éste un misterio oculto, que durante este exilio terreno sólo podemos ver oscuramente." Pero tratemos de verlo, aunque sea en oscuridad. Sabemos que nuestro cuerpo físico está compuesto de millones de células individuales, todas trabajando conjuntamente para el bien de todo el cuerpo, bajo la dirección de la cabeza.

Las distintas partes del cuerpo no se ocupan en fines propios y privados, sino que cada una labora todo el tiempo para el bien del conjunto. Los ojos, los oídos y demás sentidos acopian conocimiento para utilidad de todo el cuerpo. Los pies llevan al cuerpo entero a donde quiera ir. Las manos llevan el alimento a la boca, el intestino absorbe la nutrición necesaria para todo el cuerpo. El corazón y los pulmones envían sangre y oxígeno a todas las partes de la anatomía. Todos viven y actúan para todos.

Y el alma da vida y unidad a todas las distintas partes, a cada una de las células individuales. Cuando el aparato digestivo transforma el alimento en sustancia corporal, las nuevas células no se agregan al cuerpo de forma eventual, como el esparadrapo a la piel.

Las nuevas células se hacen parte del cuerpo vivo, porque el alma se hace presente en ellas, de modo igual que en el resto del cuerpo.

Apliquemos ahora esta analogía al Cuerpo Místico de Cristo. Al bautizarnos, el Espíritu Santo toma posesión de nosotros de modo muy parecido al que nuestra alma toma posesión de las células que se van formando en el cuerpo. Este mismo Espíritu Santo es, a la vez, el Espíritu de Cristo, que, para citar a Pío XII, "se complace en morar en la amada alma de nuestro Redentor como en su santuario más estimado; este Espíritu que Cristo nos mereció en la cruz por el derramamiento de su sangre... Pero, tras la glorificación de Cristo en la cruz, su Espíritu se vierte sobreabundantemente en la Iglesia, de modo que ella y sus miembros individuales puedan hacerse día a día más semejantes a su Salvador". El Espíritu de Cristo, en el Bautismo, se hace también nuestro Espíritu.

"El Alma del Alma" de Cristo se hace también Alma de nuestra alma. "Cristo está en nosotros por su Espíritu", continúa el Papa, "a quien nos da y por quien actúa en nosotros, de tal modo que toda la divina actividad del Espíritu Santo en nuestra alma debe ser atribuida también a Cristo".

Así es, pues, la Iglesia vista desde "dentro". Es una sociedad jurídica, sí, con una organización visible dada por Cristo mismo. Pero es mucho más, es un organismo vivo, un Cuerpo viviente, cuya Cabeza es Cristo, nosotros los bautizados, sus miembros, y el Espíritu Santo, su Alma. Es un Cuerpo vivo del que podemos separarnos por herejía, cisma o excomunión, al modo que un dedo es extirpado por el bisturí del cirujano. Es un Cuerpo en que el pecado mortal, como el torniquete aplicado a un dedo, puede interrumpir temporalmente el flujo vital hasta que es quitado por el arrepentimiento. Es un Cuerpo en que cada miembro se aprovecha de cada Misa que se celebra, cada oración que se ofrece, cada buena obra que se hace por cada uno de sus miembros en cualquier lugar del mundo. Es el Cuerpo Místico de Cristo.

La Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo. Yo soy miembro de ese Cuerpo. ¿Qué representa eso para mí? Sé que en el cuerpo humano cada parte tiene una función que realizar: el ojo, ver; el oído, oír; la mano, asir; el corazón, impulsar la sangre. ¿Hay en el Cuerpo Místico de Cristo una función que me esté asignada? Todos sabemos que la respuesta a esa pregunta es "SI". Sabemos también que hay tres sacramentos por los que Cristo nos asigna nuestros deberes.

Primero, el sacramento del Bautismo, por el que nos hacemos miembros del Cuerpo Místico tenemos derecho a cualquier gracia que podamos necesitar para ser fuertes en la fe, y cualquier iluminación que necesitemos para hacer nuestra fe inteligible a los demás, siempre dando, por supuesto, claro está, que hagamos lo que esté de nuestra parte para aprender las verdades de la fe y nos dejemos guiar por la autoridad docente de la Iglesia, que reside en los obispos.

El segundo es la Confirmación Una vez confirmados tenemos como una doble responsabilidad de ser laicos apóstoles y doble fuente de gracia y fortaleza para cumplir este deber.

Finalmente, el tercero de los sacramentos "partícipes del sacerdocio" es el Orden Sagrado. Esta vez Cristo comparte plenamente su sacerdocio -completamente en los obispos, y sólo un poco menos en los sacerdotes-. En el sacramento del Orden no hay sólo una llamada, no hay sólo una gracia, sino, además, un poder. El sacerdote recibe el poder de consagrar y perdonar, de santificar y bendecir. El obispo, además, recibe el poder de ordenar a otros obispos y sacerdotes, y la jurisdicción de regir las almas y de definir las verdades de fe.

Pero todos somos llamados a ser apóstoles. Todos recibimos la misión de ayudar al Cuerpo Místico de Cristo a crecer y mantenerse sano. Cristo espera que cada uno de nosotros contribuya a la salvación del mundo, la pequeña parte de mundo en que vivimos: nuestro hogar, nuestra comunidad, nuestra parroquia, nuestra diócesis. Espera que, por medio de nuestras vidas, le hagamos visible a aquellos con quienes trabajamos y nos recreamos. Espera que sintamos un sentido pleno de responsabilidad hacia las almas de nuestros prójimos, que nos duelan sus pecados, que nos preocupe su descreimiento.

Cristo espera de cada uno de nosotros que prestemos nuestra ayuda y nuestro activo apoyo a obispos y sacerdotes en su gigantesca tarea.

Y esto es sólo un poco de lo que significa ser apóstol laico, puesto que cabe también la posibilidad de enrolarse en asociaciones de naturaleza apostólica con una clara finalidad de santificación personal y ajena, sin dejar por eso de ser laicos.
 



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