Para Reflexionar en Serio

La llamada en lo escondido

2012-07-01

El llamado de Dios se expresa, se recibe y se origina en el encuentro con Jesucristo. Los...

Autor: Gonzalo Abadie

Cada persona aguarda vivamente algo en su vida,  y puede llegar a buscarlo apasionadamente. Tal vez Dios, me dicen, pueda tener otros planes. Pero a mí me interesan los míos. El hecho de que Dios pueda llamarme ya no me gusta tanto. ¿Será así?

De muchas maneras

El llamado de Dios se expresa, se recibe y se origina en el encuentro con Jesucristo. Los evangelios dan cuenta de numerosas personas que se dejan tocar por esta voz personal de Dios, por la voz de su Hijo. En realidad, eso es el evangelio, el testimonio de cómo Dios entra de un modo inopinado en los caminos, los pueblos y, sobre todo, la vida de las gentes, de cómo conversa con ellas, las escucha, y las invita a compartir su Vida.

Y antes… ¿no hablaba Dios? Sí, aunque de un modo diferente: "Muchas veces y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros antepasados por medio de los profetas, ahora en este momento final nos ha hablado por medio del Hijo" (Hb 1, 1s). Sentimos que hay una gradación en la comunicación de Dios, en su modo de llegar a nosotros, en su ritmo para dialogar a través de los siglos, en sus múltiples maneras para invitarnos con su voz. Pero, es cierto, cuando la Palabra misma se hace carne, cuando Dios irrumpe en el escenario haciéndose hombre como uno más en el concierto de la humanidad, cuando encontramos a Dios en el carpintero de Nazaret, entonces todo lo de antes resulta antiguo. No sólo se trata de una anterioridad cronológica, sino, sobre todo, de una manera de vincularse que uno desea dejar atrás, porque pertenece a algo que fue, porque ha cedido su lugar a una intimidad y plenitud que aquella relación no puede ofrecer.

Entre lo antiguo y lo nuevo, lo previo y el momento final, se interpone, en el corazón del creyente, la persona de Jesús que ha salido a su encuentro: "Pero lo que entonces consideraba una ganancia, ahora lo considero pérdida por amor a Cristo. Más aún, pienso incluso que nada vale la pena si se compara con el conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor" (Flp 3, 7s). Y eso que Pablo tenía un pasado brillante: "en lo que a mí respecta, tendría motivos suficientes para confiar en mis títulos humanos" (Flp 3, 4).

Lo viejo y lo nuevo

La voz de Cristo, aquella que Pablo escuchó en el camino a Damasco, es una voz profunda, que marca, que transforma, que hace ver la realidad de un modo nuevo… ¿por qué? Porque Dios se ha hecho presente de un modo imprevisible, ha salido al cruce con una voz tan cercana y personal que su rostro casi se puede ver, casi se puede palpar: "lo que hemos visto y oído, eso les anunciamos" (1Jn 1, 3). Uno podía escuchar, sí, pero de un modo anticuado, de un modo que correspondía a un tiempo que, si es mirado desde este hallazgo, resulta gastado, avejentado, distante con respecto a lo que se está viviendo en el presente. Para quien escucha la voz de Dios por medio de su Hijo, Jesús, las otras voces se van perdiendo en un segundo y tercer plano, y resuena la voz más fresca, joven y entusiasmante de Cristo, que viene a traer plenitud a lo que ya Dios había dicho en voz baja, o había anunciado como una promesa, o mostraba desde lejos. Por eso hablamos de Nueva Alianza, es decir, de nueva relación, ¡es la misma que antes, pero distinta! "El Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo, mientras que el Antiguo se hace manifiesto en el Nuevo", expresa lacónicamente san Agustín. La diferencia se reconoce en la vivencia, aquella que se despierta a partir del llamado a vivir en estrecho vínculo con el Hijo de Dios, a traspasar la puerta que irá introduciendo progresivamente en la amistad con el Señor: "Desde ahora los llamaré amigos" (Jn 15, 15).

Las primeras palabras de Jesús anuncian este momento final, definitivo, culminante en la historia de la relación entre Dios y los hombres: "El plazo se ha cumplido. El reino de Dios está llegando." (Mc 1, 15). Hay un tiempo de espera que ha concluido, y ese tiempo incluye hoy a todos los hombres. Jesús nos anuncia que la espera tiene un plazo, es decir, que no es indefinida, y que, además, tiene un sentido que la salva del fracaso. Hay algo que permite que las esperanzas más profundas que mueven el corazón de cada uno de nosotros se alcancen, se cumplan.

Los deseos imposibles

Las palabras de Jesús, tan breves, están dirigidas a la expectativa esencial que palpita en lo hondo de nuestras inquietudes: ¿qué deseo verdaderamente para mi vida, qué es aquello que no termino de alcanzar y proporciona paz, alegría, pureza, inocencia, frescura, comunicación y futuro en mi existencia?, ¿cómo lograr salir de las tristezas y pesares que me invaden, las cargas que gravan mis días, los miedos que me repliegan en mi escondite, las pasiones que me atemorizan?, ¿cuánto más deberé vivir con ciertas culpas, con esos reproches que me perturban y claman por una respuesta que debo pero no puedo dar, con esas faltas que cometí pero no me es posible reparar?, ¿cómo encontrar la verdad sobre mí mismo?, ¿qué camino emprender para ser feliz, sin engañarme?, ¿qué puedo dar de mí mismo que sea valioso para los demás?, ¿quién podrá comprenderme, quién podrá quererme, quién podrá aceptarme sin más, quién podrá amarme tal como yo lo desearía, o lo he deseado y, en lo más íntimo de mí, si he de ser sincero, no he dejado de desear jamás?

Es difícil expresar lo que cada uno desea y busca en lo más profundo, y aquello que lo perturba en lo más hondo también. Lo cierto es que cada cual, "con su aspiración al infinito y a la dicha" (CEC 33), se siente atraído hacia una grandeza que de por sí no puede alcanzar, porque el límite nos acecha a todos:


Los mundos inaccesibles

"No son las estrellas del cielo ni las profundidades del mar lo que anhela mi alma. Todo esto se puede medir, es demasiado pequeño. Siento que mi alma es en mí mayor que lo más grande y nada de lo que ven mis ojos, nada de lo que conozco es capaz de saciarla. Sollozando está en mí a causa de una indecible nostalgia", nos cuenta en su diario íntimo, en que narra detalladamente su proceso de conversión, el poeta holandés Pieter Van der Meer de Walcheren. Y dice también: "Debe existir algo enorme que yo ni siquiera presumo". La intuición  de ese "algo enorme", la percepción de ese misterio, de ese mundo invisible y escondido, de ese abismo insondable de misterio que lo fascina y lo  mantiene en vilo, expectante, es la ínfima distancia que lo separa de eso que Jesús llama el reino de Dios, y que está llegando, que está a punto de rozarlo, de tomarlo, de poseerlo, y que se está dejando elegir, solicitar, desear… El que viene al encuentro, el que llama, quiere dejarse buscar, quiere dejarse, Él también, ser hallado, ser llamado:

"Mi corazón se quiebra de emoción y de amor. ¿Quiénes somos en el fondo nosotros, los hombres? ¿Quiénes somos, pues, que, insatisfechos incluso ante toda esta delicia, nuestros anhelos nos empujan más y más y nuestros sueños atisban eternos mundos inaccesibles? ¿Acaso hemos perdido algo? Bueno, vamos a dejarlo, no sea que ahuyente esta bella alegría que me invade".

La llamada de Dios abre el acceso a estos mundos inaccesibles y deseados, es el puente hacia esas alturas que son nostalgia inconmensurable, es la mano de Dios tendida hacia el hombre que procura entrar en la plenitud que lo rebasa, que intenta arrebatar la felicidad a los cielos. Su proximidad abre aun más el deseo por el Todo, por lo Otro que se presiente está ahí, al alcance de… ¡la fe! Una hermosa letanía extiende a toda la creación el anhelo más encumbrado: "Corazón de Jesús, deseo de las montañas eternas". Esos mundos inaccesibles aun no tienen un rostro, ni un nombre, ni una personalidad… Es otra realidad, pero que está ahí, bien cerca, una densidad de gozo que envuelve y rodea a aquel que se ha puesto bajo la mira del Misterio, que vive ese tiempo que se sale del tiempo, porque entra en el reloj de lo divino, en el latido de otro corazón, entra en el punto de encuentro, el "momento final" en que Dios se inclina para terminar de quitar su velo, para liberar su rostro, para hablar por medio de su Hijo. 

Tan lejos y tan cerca

"¡Oh, conozco la inquietud de creer que siempre he de encontrar la paz en otra parte, como si la paz no fuera algo que hay que llevar en la propia alma!", agrega en su diario el autor. Y San Agustín:

"¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y fuera de mí te buscaba; desfigurado y maltrecho, me lanzaba, sin embargo, sobre las cosas hermosas que tú has creado. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me tenían lejos de ti esas cosas que no existirían si no tuvieran existencia en ti. Me llamaste y me gritaste hasta romper mi sordera. Brillaste sobre mí y me envolviste en resplandor y disipaste mi ceguera. Derramaste tu fragancia y respiré. Y ahora suspiro por ti. Gusté y ahora tengo hambre y sed. Me tocaste y quedé envuelto en las llamas de tu paz".

La vocación cristiana se presenta de un modo casi paradójico. Quien vive este encuentro tiene la certeza de que ha sido llamado, es decir, que de no ser porque Dios se resolvió a entrar en su vida, jamás lo hubiera hallado. Es algo como caído del cielo, algo que vino así, gratis. Pero sabe también que esa realidad que ha venido de un mundo tan alto e inaccesible, acechaba por otra parte desde lo próximo, tanto es así que podría decirse que estaba dentro, y esa fuerza, ese reino, a pesar de estar tan a la mano, no se dejaba ver. Hay algo de humor en todo esto. Esa voz que me llama estaba junto a mí, jamás estuvo lejana, nunca fue indiferente, y me sorprendió así, repentinamente, ¡como desde dentro! "En definitiva, ¿qué dice la Escritura? Que la palabra está cerca de ti" (Rom 10, 8). El que ha sido llamado experimenta que esa Palabra, Jesucristo, estuvo cerca siempre, cerca de todas sus búsquedas, sus deseos más hondos, su historia… ¡Es como si se hubiese dejado ver algo, alguien, que, por otra parte, conocía ya en cierta manera! Tal vez porque era lo que deseaba en el fondo, como si Jesús fuese el colmo de todo lo que yo quería y soñaba para mí. "El reino de Dios no vendrá de forma espectacular, ni se podrá decir: ´Está aquí, o allí´, porque el reino de Dios ya está entre ustedes" (Lc 17, 20s), o, como admiten otras traducciones, "está dentro de ustedes". Esa interioridad, esa invisibilidad, no alude a una realidad que incumbe solo a la intimidad, no. Nos está diciendo que Dios toca lo más profundo de la existencia de una persona, la transforma desde la raíz, la convoca desde su centro, desde su libertad, como si la invitara a nacer otra vez, desde lo más santo, lo más bello, lo más puro. Es allí donde Dios inaugura su revolución. En lo secreto.



EEM

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